Al llegar a casa esa noche, Marshall abrió su laptop dispuesto a ponerse a trabajar y se encontró con que había recibido un correo electrónico.
«Estimado,
se imaginará ya quién soy. A continuación adjunto una serie de enlaces que espero le resulten provechosos. Me disculpo por no haber escrito antes, pero me vi impedida de hacerlo por motivos que escapaban a mi control, y quería ser meticulosa respecto a los materiales que ahora le hago llegar. Como siempre, cualquier duda es bienvenida y haré lo posible por responderla.
Saludos cordiales.»
Como el mensaje anunciaba, había luego de él una recopilación de quizás quince o veinte enlaces, todos a páginas cuyas urls parecían inofensivas o sutilmente picarescas, como mucho. Marshall se quedó hasta el amanecer estudiando cada una de ellas, leyendo con atención, sorprendido de no estar angustiado en lo absoluto.
De hecho, lo que antes lo había aterrado se le revelaba ahora como un mundo fascinante. La señora Robinson tenía razón. Los látigos y esposas no eran un requisito, mucho menos lo único. Había una infinidad de prácticas más —algunas de las cuales le resultaban asquerosas, para qué mentir— y la mayoría prometían ser como mínimo interesantes.
Eso no era lo que más le importaba, sin embargo. Lo que de verdad terminó de convencerlo fue el nivel de precaución y protección mutua que debía existir entre quienes participasen. Incluso existía algo llamado «aftercare» —cuidados posteriores—: el proceso que debía seguirse tras finalizar una escena para que tanto el dominante como el sumiso estuvieran sanos y salvos, física y emocionalmente.
La negociación y las palabras de seguridad eran elementos cruciales también, pues mantenían la situación dentro de límites en los que todos se sintieran cómodos, pero la pieza faltante, aquella que había desatado su confusión en un principio, estaba allí: las atenciones que pasaban de un estado a otro, otra medida para prevenir una nueva crisis.
Marshall le escribió un e-mail a la señora Robinson para agradecerle. Luego lo borró. Luego intentó redactarlo de otra forma. Luego lo borró de nuevo. Y así hasta que el sueño lo venció y terminó por no enviar nada. Cuando se despertó a las dos de la tarde, más agotado de lo que estaba antes de caer rendido, se preparó para ir a almorzar y se topó con que había recibido un nuevo correo.
«Estimado,
yo de nuevo. Espero no estar importunándolo. Quisiera una confirmación de que ha recibido mi correo anterior. No tiene que leer el material, pero me tranquilizará saber que cumplí con mi parte. Tampoco deseo que deje que esto lo asfixie. Sin importar lo que haya descubierto, jamás lo obligaría a hacer nada que no quiera.
Saludos cordiales.»
Una vez más trató de elaborar una respuesta. Le tomó tres intentos y, al final, se conformó con un «recibido; gracias.» No sería muy elocuente, pero acababa de arruinar sus hábitos de sueño y no tenía la energía para ponerse poético con su jefa.
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La semana siguiente para él estuvo teñida de una euforia inquietante, desconocida. Era como si, ya despojado de sus miedos, la emoción que le aventura que estaba por emprender siempre debió despertarle llegara repentinamente, en formas de oleadas que lo sacudían y lo dejaban en un estado de enérgica anticipación.
En su trabajo se desenvolvía como nunca antes. Sagaz, recio, seguro. A pesar de que no había tenido que dirigir ninguna reunión esa semana, sus intervenciones ingeniosas se convirtieron en el pan de cada día. Ni sus peores detractores podían negar que irradiaba un carisma especial. Parecía que alguien le había devuelto la voluntad de vivir.
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El ascenso de Marshall
RomanceCuando Marshall Valenzuela, un joven diseñador editorial, explota en una junta creativa de la revista femenina para la que trabaja, lo que menos espera es que su jefa vaya detrás de él y lo ayude a salir de su crisis. Y cuando esta revisa el proyect...