La he estado observando. Siempre desde las sombras, oculto entre telones y trajes pomposos. En principio, me sorprendió su belleza física. Sus rasgos me resultaron embriagadores, desde el color níveo de su piel hasta la suavidad de su cabello. No tenía duda alguna de que ella poseía todo aquello que hacía falta para considerar a una persona bella.
Al menos hasta que la escuché cantar.
No me avergüenza decir que, si su cuerpo me obnubiló, su voz me enamoró por completo. Carlotta no lo hacía mal, he de admitir. Sin embargo, no tenía alma, no evocaba sentimientos. Había algo de lo que carecía y quizá por eso nunca me ha llamado la atención. Cuando escuché la voz de Christine, en cambio, comencé a replantearme muchas de las afirmaciones que tenía por ciertas. No dudo que la belleza es todo lo que debemos poseer en esta vida, pero ¿acaso radica esta hermosura solo en lo tangible, en lo carnal de nuestros cuerpos o en el arte que realizamos, o puede encontrarse también en lo intangible, como puede ser una voz? Aún no tengo clara la respuesta. Puede que por eso haya decidido citar a Christine hoy aquí. Puede que no sea a ella a quien busque, sino una respuesta a las dudas que me asolan. En todo caso, no creo que su belleza venga de su físico tanto como de la música que crea al hablar.
Escucho un ruido y me tenso. Tengo que estar alerta en todo momento si quiero que esto salga bien. No puedo arriesgarme a que su verdadero "Ángel de la música" aparezca antes de que cumpla mi objetivo. No tardo en ver la silueta de Christine caminando hacia mí. Parece temerosa y emocionada al mismo tiempo, lo que ensalza sus facciones. Seríamos un regalo para ojos ajenos si la gente pudiera vernos juntos.
—¿Mi Ángel? —susurra, aunque no puede evitar que su voz reverbere contra las paredes— ¿Eres tú?
Me abalanzo sobre ella.
Intenta gritar, pero le tapo la boca. Me llevo un dedo a los labios para indicarle que guarde silencio. Ninguno de los dos queremos que su voz se eche a perder. Parece sorprendida. De repente caigo en la cuenta de que la máscara de Erik sigue tapando mi rostro y me la quito para que pueda apreciar aquello que nos une: una belleza que quita el aliento. Mis ojos son lo último que ve antes de que la deje inconsciente.
Traslado a Christine en un ataúd. Ante la duda de cualquier metomentodo, contestaré que es mi recién fallecida hermana, a la que voy a dar santa sepultura en Inglaterra. Tengo que proporcionarle somníferos cada cierto tiempo para que no dé problemas y la alimento a base de papillas. Después de unas semanas en las que los parisinos no albergan sospecha alguna sobre mí tras el secuestro, llegamos a nuestro destino. Aquí nos espera Basil Hallward, el hombre que pintó mi retrato. Antes de mostrar mis verdaderas intenciones, tengo una conversación con él.
—¿Cree que es posible plasmar una voz en un lienzo?
Me devuelve la mirada con una mezcla de curiosidad y recelo. Soy consciente de que no he cambiado nada desde que me retrató. Está nervioso. Cuando contesta, lo hace con miedo.
—Podría serlo. Es algo intangible, por supuesto, ¿pero quién dice que los retratos y las figuras humanas tampoco lo sean?
—¿Qué me dice de mezclar la voz de una persona con el retrato de otra?
Basil se inclina sobre la mesa.
—¿Qué está tramando, Dorian?
—Nada —espeto—. Necesito que plasme la voz de una persona en el retrato que me hizo.
Sus ojos parecen divertidos.
—¿La voz de Sibyl, esa prometida suya a la que quiere que Lord Henry y yo vayamos a ver al teatro? —se burla.
Despacho esa idea con una sacudida de mano.
—No, claro que no. La belleza de Sibyl radica en su arte. Es de la voz de una cantante de ópera de lo que estamos hablando.
Basil niega.
—¿Para qué quiere hacer eso? Es ridículo. Está loco, Dorian.
—Yo la haré cantar y usted pintará lo que le evoque su voz sobre mi retrato —me apresuro a contestar—. No espero que comprenda mi realidad, tan diferente a la suya. Solo hágalo.
Mi amigo no tiene claro el porqué de mi insistencia. Quizá por eso se encoge de hombros y se resigna a aceptar. Tampoco me cuesta convencer a Christine para que cante; me basta con asegurarle que volverá a casa sana y salva si satisface mis deseos. En dos días, una aureola morada rodea al Dorian Gray del retrato. Río y mi voz suena distinta, más parecida a la de un tenor. Christine suspira aliviada. Unos días después, ella y yo nos adentramos en un barco de vuelta a Francia. Pienso acompañarla hasta París por las molestias causadas.
—Era necesario, me temo —le digo.
Ella no contesta. Lleva sin dirigirme la palabra desde que Basil finalizó el retrato. Pretendo congraciarme con ella. Después de todo, desprende belleza por todos los poros de su piel. Observo las lágrimas cayendo a través de su rostro. Incluso así, es hermosa. Su voz es hermosa.
—¿No va a hablarme?
El llanto se incrementa, pero consigue fuerzas para sacar una copia de Romeo y Julieta y una pluma de su bolsillo. Es extraño, no recordaba que la llevase ninguna de las dos encima. «Me ha robado la voz», escribe sobre una de las primeras páginas. «Ya no puedo cantar». Me encojo de hombros.
—Una pena. —Y lo siento de verdad.
Su belleza provenía de su voz. Si la devuelvo a casa solo hallará sufrimiento. Ni su Ángel ni el vizconde Raoul verán en ella la misma joven que era.
Sin su voz, Christine ya no es nada.
No puede gritar cuando la tiro por la borda. En el fondo, le estoy haciendo un favor.
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Antología: El País de los Clásicos
ContoCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".