I
Por fin, después una larga espera, había llegado el día. Por fin, después de tanto martirio, podría ser liberada.
—Ahí vienen —dijo la mujer, inhalando hondo.
Tocaron a la puerta y, con un salto de emoción, se dirigió a recibir a sus invitados, unos que, desde hacía ya mucho tiempo, había añorado con tanto ahínco y determinación.
Cuando abrió, vio a dos personitas de piel clara y cabello castaño; ambos, él con sus pantalones gastados y ella, con un vestido tan hermoso cual princesa, que miraban con ilusión la vivienda. A su vista, las desprolijas paredes eran grandes e impotentes estructuras de piedra, y las ventanas de madera parecían pulcras y permanecían en sus gozones.
—¿Podemos entrar a su bella morada? —preguntó el muchachito, viendo a la mujer—. Mi hermana muere de hambre, lleva ya varios días caminando y no soporta más. Por favor, ayúdenos.
—Entren. —La mujer se hizo a un lado para dejarlos pasar a la destartalada habitación. Ellos, sin embargo, vieron lujos a su alrededor: sillones limpios, cuadros decorando la estancia y flores extendiéndose por doquier.
—Muchas gracias. Es usted muy amable —agradeció el joven.
La muchachita no dijo nada, se limitó a caminar como si fuese la dueña de la casa y dirigirse a la cocina que solo ellos podían ver. Revisó en los cajones, el refrigerador y los estantes, tragando todo lo que podía a su paso, ignorando la presencia y voluntad de su anfitriona.
—Discúlpela, por favor. Necesita todo eso.
—Está bien, está bien —respondió la mujer al joven—. ¿Y tú? ¿No tomarás nada?
—En absoluto. —Sonrió y, con un brillo rutilante en su mirada, dirigió su vista a la pequeña—. Ella lo necesita más que yo.
—Muy bien —aceptó la mujer—. Pueden sentirse libres de tomar lo que quieran. Están en su casa.
Y, sin más, se alejó de la presencia del joven, sabiendo qué haría a continuación.
II
Es mi momento. Ahora, ambos niños duermen. La mujer, cegada por su deseo de liberación, salió de su cama y se dirigió hacia la habitación de sus huéspedes.
Al llegar ahí, se enteró que estaba equivocada: la niña dormía plácidamente, mientras su hermano vigilaba por su bienestar.
—¿Qué haces aún despierto? —inquirió la mujer.
—Cuido de ella —respondió el joven, apartando la mirada de la niña y dirigiéndola a su nueva acompañante.
—Ella viste tan elegante y refinada —inició la mujer, acercándose con sigilo—, y tú tan haraposo; ella comió de todo el día de hoy, y tú no probaste un solo bocado; ella duerme en la suave y cómoda cama, y tú no has cerrado los ojos en toda la noche. ¿Por qué?
—Porque la amo y me preocupa su bienestar. Porque tengo que cuidarla y protegerla de todo mal que pueda dañarla.
—¿Aún si así te sacrificas a ti? ¿Vale más la pena su vida que la tuya?
—Siempre lo he dado todo por ella —dijo, en su lugar—. No me arrepiento de nada. Y, si tuviera que volver a vivirlo, repetiría todo como hasta ahora he hecho.
La mujer, decidida, dejó que sus labios formaran una parábola, mostrándole al joven una espeluznante sonrisa.
—¡Por fin te encontré! —gritó.
De forma abrupta, se lanzó hacia la niña, pasando frente al jovencito con expresión aterrorizada y tomando a la niña en sus brazos, lista para proceder con su objetivo.
III
El joven, con sus vestiduras sucias y cabello alborotado, estaba tirado en el suelo, con las mejillas húmedas y los ojos rojos.
—¿Por qué? —sollozó—. ¿Por qué lo hiciste?
Temblando, se acercó al cuerpo inerte que yacía a unos metros de él; su hermana había muerto a manos de aquella mujer, que de un momento a otro se había convertido en una espantosa señora, despeinada y con la piel llena de arrugas. La casa, del mismo modo, era una estructura de madera añeja y gastada.
—Ahora, no pudiste protegerla —sentenció—. Y tampoco podrás contigo mismo.
El niño, horrorizado, se tragó su miedo, sintiendo su corazón galopando y el sudor corriendo por sus manos heladas. No se apartó; no podía dejar a su pobre hermanita. Lo único que hizo fue abrazarla con todas sus fuerzas y esperar a que la furia de la mujer impactara contra él, como un coletazo de dragón. Esperó y esperó, pero, antes de entender qué sucedía, dejó escapar su último respiro y cayó al suelo, justo al lado de la niñita.
IV
En una de las habitaciones del hogar, una joven reposaba en una cama extensa, con muchas almohadas colocadas simétricamente alrededor. Tenía los ojos cerrados y las manos unidas en el vientre. No respiraba.
—Nunca entenderán mis motivos —señaló la mujer, que acababa de entrar en la habitación—. Nadie puede hacerlo.
Se acercó y arrodilló junto al cuerpo. En su mano izquierda, llevaba un corazón bañado en sangre. Con la derecha, acarició la mejilla de la bella niña que descansaba con los ojos cerrados.
—No puedo cambiar lo que soy: la villana de todos los cuentos. —Movía su dedo en círculos relajantes, tratando de transmitirle paz a quien no podía percibirlo. Siguió con su monólogo—: Pero no se dan cuenta de que yo tengo mis motivos, que, a mi manera, yo también estoy siendo buena, salvando a alguien, dando todo por otra persona.
Se le escapó un sollozo y, cerrando los ojos, acercó el corazón al pecho de la joven. Masculló una oración en voz baja, sintiendo cómo el viento golpeaba su cara y movía sus cabellos. Oró con tanta fuerza y determinación hasta que, por fin, lo sintió. Una mano se había posado sobre la de ella, justo la que sostenía el corazón.
—Mami —dijo la jovencita, con sus ojos marrones abiertos y rutilantes, vivos.
—¡Te extrañé tanto! —exclamó, dejando caer el corazón—. Perdón por todo. Fue mi culpa.
Y así había sido, mas acababa de saldar su deuda. No obstante, algún día tendría que pagar por otra pena: el asesinato de dos inocentes.
FIN.
ESTÁS LEYENDO
Antología: El País de los Clásicos
NouvellesCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".