El padre de Gabriela y Héctor prometió regresar en un santiamén, y ninguno de los dos niños lo vio pisando a fondo el acelerador del auto para dejarlos en el vaivén del columpio.
Conforme el parque se fue vaciando, Gaby y Héctor decidieron que lo mejor era volver a casa antes de que anocheciera. Aunque era difícil, pues papá había tomado una ruta demasiado peculiar. Una muy lejos de casa.
—Recuerdo muy bien las calles. No te preocupes, Gaby, llegaremos antes de la cena —afirmó Héctor.
Sin embargo, la luna les alcanzó el paso y cada calle parecía más misteriosa que la anterior. Las nubes fueron creciendo, Gaby no paraba de llorar de miedo y Héctor perdía poco a poco la confianza de regresar. No tenían nada en sus bolsillos más que un mísero lápiz afilado en las faldas de Gaby.
Repentinamente vislumbraron una caseta de policía al fondo de la calle.
—¡Vamos, Héctor!
Ambos chicos parecían haber renovado por completo sus esperanzas, estaban tan entusiasmados que no se percataron de la presencia que los admiraba desde atrás. Una rata gigante les olfateaba despacio.
Llevaba un vestido floreado, acompañada de una fragancia de vainilla. Unas gafas redondas ocultaban un par de horribles ojos rojos. Su pelaje blanco se había erizado con la presencia de los niños.
—No se los recomendaría, pequeños.
Gaby y Héctor voltearon al enorme ser. La chiquilla se relamió los labios y apretó con fuerza la mano de su hermano mayor.
—¿Por qué no? —preguntó Héctor.
—Porque no son confiables.
Por un segundo la rata se asombró de lo tranquilos que estaban los niños pese a su apariencia. Las personas de la calle se tardaron en acostumbrarse a su nueva piel, incluso hubo algunos que conspiraron en su contra para intentarla sacar de la colonia. Nadie quería ver a una alimaña gigante paseando a mediodía.
Sin embargo, Gaby y Héctor ya habían visto lo que las prisiones hacían con los malos: los transformaban en ratas. La nueva medida de seguridad era tan eficiente que los índices de violencia bajaron abruptamente. Su abuelo fue uno de los primeros experimentos. Héctor observó como una patrulla se lo llevaba, y al siguiente día regresó una rata negra con una carta. No hubo pena por parte de los niños, su abuelo era una persona malvada. Bebía y se aventaba a las calles a hacer revueltos tanto como podía. Las personas ya estaban cansadas de tener que hablar a seguridad para que lo quitaran de la vía pública mientras orinaba desnudo con el alma llena de alcohol.
La rata temió que los niños se alejaran de ella, que gruñó un poco para ganar su atención de nuevo.
—Una vez, alguien comenzó a apedrear a mi casa. Cuando salí corriendo por la policía, ninguno me hizo caso. ¡Y eso que fue antes de que me viera así! Además, ¿no se los han dicho sus padres? También llevan a los pequeños a los centros de investigación. Ustedes que están tan pequeños, tan olvidados. ¡Las terribles cosas que les harían a inocentes criaturas! No puedo permitirlo.
Gaby y Héctor tragaron saliva al escucharla hablar. Sus estómagos rugieron al instante por un aroma fuerte que pasó frente a ellos. Un aroma delicioso. Tenían hambre, en la casa nunca comían bien y el caminar tanto les había acabado por completo sus energías.
—¿Les agrada el aroma? Estoy preparando una deliciosa lasaña, receta de mi abuela —Sus dientes amarillentos formaron una sonrisa desgraciada—. ¡Vamos! Que hace frío y pronto lloverá. Pueden hablarles a sus padres desde adentro mientras comen un poco.
Héctor y Gaby se secretearon algunas cosas. Inaudibles para la rata e inaudibles para quien quisiera haber escuchado sus pequeñas voces. Se sonrieron entre sí mismos y asintieron hacia el animal contentos. La saliva casi se les salía de la boca de tanta emoción que tenían por volver a comer.
La puerta fue asegurada con tres candados detrás de ellos. Los hermanos con las manos entrelazadas observaron la larga cola que sobresalía de la larga falda. Casi carcajean de su horrible entonación rosada.
—¿Qué fue lo que hizo? —habló Gaby.
La rata enseguida entendió a lo que se refería la niña. Se acercó a ella. Con sus pequeñas patas y uñas rojas esmaltadas le agarró los hombros. Negó con su cabeza, incluso las orejas se le movieron.
—Yo, mi niña, soy una incomprendida. ¿Saben qué significa eso?
Gaby y Héctor asintieron rápidamente alegres.
—Es como hablar otro idioma —respondió Héctor.
—¡Es como hablar otro idioma! Nadie de aquí me entiende. Fue un total error. Yo simplemente pienso, hago veo las cosas de diferente manera. ¿Qué logré con eso? Que me convirtieran en esto.
—Justo como yo y Héctor —Gaby alzando las manos—, a veces hacemos cosas que nadie más hace. Somos diferentes. A veces comemos el postre antes que la comida, ¿verdad?
El niño asiente.
—Otras veces tomamos jugo de naranja después de lavarnos los dientes. Hacemos las cosas al revés, luego al derecho, luego al revés.
—¡Par de niños!
La rata los fue acercando cada vez más a la cocina. Su corazón latía con fuerza, incluso los niños lo podían escuchar incrementaba su nerviosismo. Brincaban y carcajeaban mientras se acercaban al olor del horno frente a ellos.
—Se ven tan deliciosos —exclamó la rata.
Ya se había puesto un mandil, lista para atacarlos por detrás. Sería su primera comida fresca después de casi dos semanas. Se acercó una vez más para olfatearlos.
Clac.
Gaby, al voltearse, empuñó el lápiz profundamente en el ojo de la rata. Chilló horrendamente y se retorció de dolor mientras intentaba sacar el objeto de sí misma.
Clac.
Héctor encontró un cuchillo. De inmediato se aventó a la bestia y lo clavó en el cuello.
Clac.
Los niños estaban contentos, ensangrentados y satisfechos. Aplicaron perfectamente una de las travesías del abuelo. Comieron felices la rata en el suelo mientras marcaban al teléfono de su casa.
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Antología: El País de los Clásicos
Short StoryCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".