Agneta y Frederick siempre habían querido un hijo. Como simples agricultores de aceitunas, alimento usado para el aceite que engrasaba los androides, anhelaban algo que proporcionase alegría a la monotonía de su vida. Sin embargo, Henrietta, la considerada diosa de la fertilidad no había tenido a bien concedérselo. Cualquier otro ser humano en aquella galaxia no habría osado contradecir las palabras de una científica, pero ellos no eran de los que se conformaban. Alegaron que iban de peregrinaje al planeta vecino y a los nueve meses volvieron con dos bebés entre sus brazos.
—Hansel y Gretel —contestó Agneta cuando le preguntaron por su nombre—. Como los protegidos de la diosa.
Aseguraron que ambos eran producto de sus plegarias, aparecidos de la nada. La gente lo tomó como cierto; estaba claro que esos niños no eran normales.
Crecieron felices junto a sus padres hasta que llegó La Escasez. Pronto, apenas quedaban metales con los que construir los androides. El precio del aceite se desplomó igual que lo hizo la calidad de vida de la familia. Hansel y Gretel contaban entonces con la tierna edad de trece años. Antes de La Escasez, los niños iban al colegio. Ahora, el mismo camino de grava que dividía el bosque y los conducía hasta la escuela, servía para conducirlos hasta los campos de aceitunas donde se veían obligados a trabajar. Ni siquiera eso ayudó a las finanzas de la familia.
Frederick los soltó una noche en ese mismo bosque, aunque consiguieron regresar gracias a un rastro de huesos de aceituna. No tuvieron tanta suerte la segunda vez que ocurrió.
—Es por vuestro bien. No podemos soportar teneros a nuestro lado.
A falta de cualquier cosa que marcase el camino, se perdieron entre los árboles y nunca más regresaron. En algún lugar, Agneta lloraba por sus hijos. Nunca deberían haber ignorado los deseos de Henrietta.
Pasaron días enteros sin apenas comer. A pesar de estar acostumbrados, no pudieron evitar sentirse esperanzados con la visión de un búnker escondido entre la maleza. Un búnker hecho de metal. Echaron a correr y, sin pensarlo dos veces, llamaron a la puerta. No ocultaron su sorpresa al encontrarla abierta.
—Estará abandonado —comentó Gretel—. Parece de la época de la Guerra Intergaláctica.
Se internaron en la casa. Al principio con miedo, pero a medida que fueron avanzando las paredes dejaron de cernirse amenazadoras sobre ellos y el terror dio paso a la estupefacción. Cada espacio del lugar estaba dedicado a una rama distinta de la ciencia, siendo el lugar más colorido el laboratorio de química. Matraces y placas Petri por doquier, inexistentes en los conocimientos de unos granjeros como Hansel y Gretel. Pero lo que más llamó su atención fue el montón de deshechos metálicos que decoraban una esquina, suficientes para alimentar a su familia durante meses. Nada más tocar el metal, su vista se oscureció, como movida por un mecanismo, y cayeron hacia atrás, sin conocimiento.
Cuando Hansel abrió los ojos, no sabía con exactitud cuánto tiempo había transcurrido. Solo era consciente de los barrotes que lo encerraban. Les pegó un golpecito. «Metálicos...».
—Por fin despiertas.
Giró la cabeza para encontrarse con la figura de un hombre envuelto en una bata blanca. Todo el pelo de su cabeza parecía haber emigrado a sus orejas y sostenía unas probetas vacías entre sus manos.
—¿Quién eres? —preguntó— ¿Dónde está Gretel?
El científico llenó una probeta de agua.
—La mandé a limpiar el desastre del laboratorio de biología. Demasiada sangre para mi gusto.
Aquello indignó a Hansel.
—¡Somos pobres! ¿Qué tornillos quieres de nosotros si no podemos ni alimentarnos?
La voz del hombre sonó calmada al contestar.
—Deja de fingir, ¿quieres? Por mucho que intentéis ocultarlo me he dado cuenta desde el primer momento de que sois androides.
—¡No soy un robot! —explotó— Tengo padres. Gretel y yo somos mellizos, un regalo de Henrietta.
El científico alzó una ceja.
—Bien domesticados, por lo que parece.
Dejó las probetas y se acercó a la jaula.
—Dime. ¿A un niño le pasa esto?
Antes de que Hansel pudiese contraatacar, alzó un sable y cortó su brazo de una tajada. Él soltó una exclamación, pero donde esperaba sentir un dolor agónico, solo sintió un cosquilleo. Escuchó un zumbido proveniente de la herida. El científico se agachó para recoger el brazo ante la mirada perpleja de Hansel.
—Conseguí desactivaros con una sonda electromagnética, por si te lo estabas preguntando —comentó—. El metal escasea mucho estos días. Estudiaré vuestra programación antes de quedarme con todo esto.
Hansel intentó abalanzarse sobre él, que se apartó en un acto reflejo. En ese momento Gretel apareció y se detuvo en seco. El científico la miró.
—Puede que me quede contigo. Has demostrado ser útil.
Gretel palideció.
—¿Qué le has hecho a Hansel?
—No hagas tonterías, niña, y ponte en mi lugar. Simplemente pienso distinto a ti. Un paso más y le corto la cabeza. No...
Un ruido proveniente del montón de metal hizo que todos se girasen hacia la esquina, justo a tiempo para ver una masa viscosa emerger de entre los deshechos. Gretel sonrió.
—¡Ahora!
La gelatina se lanzó sobre el científico y se lo comió de un bocado. Hansel se echó a reír, incrédulo.
—Lo encontré en el laboratorio. Se quedó atrapado aquí después de la guerra —explicó Gretel a la vez que derretía los barrotes de su hermano con un líquido desconocido.
Una vez estuvo libre, se abrazaron. La masa se unió a ellos.
Agneta lloraba cuando llamaron a la puerta aquella noche. «Ha sido por ellos», pensó. «Si no los hubieses abandonado, habrías tenido que venderlos al mejor postor».
Abrió y se topó con un saco lleno de metal y una nota que rezaba:
«Por las molestias causadas, de Hansel y Gretel (y Loring).
Pd.: El mundo todavía tiene muchos locos de los que librarse».
ESTÁS LEYENDO
Antología: El País de los Clásicos
Short StoryCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".