—Señor Holmes, ¡despierte, por favor! —exclamé zarandeando sin cuidado al detective de Baker Street.
Recibí en respuesta un gruñido exasperado y logré esquivar por poco un puñetazo —no tenía intenciones de comprobar si era cierta su rumorada habilidad como pugilista—, antes de que me encontrara cara a cara con él. Observé la aguja hipodérmica que yacía tirada cerca de la cama y deduje que tuve suerte de que estuviera drogado, ya que dudaba de que mi agilidad hubiera sido rival para su fuerza en un momento de lucidez.
El querido personaje me analizó con cuidado durante unos segundos antes de añadir, en un tono que no delataba la menor perturbación por mi delito de allanamiento:
—Asumo que no entró aquí con ayuda de la señora Hudson, pero tampoco tiene deseos de causarme algún daño o no me hubiera despertado. Es usted una asistente de biblioteca, a juzgar por su aspecto y sus ademanes nerviosos, y me arriesgo a decir que el motivo de su visita es porque precisa de mi ayuda, o no habría sentido alguno en levantarme de forma tan intempestiva en medio de la noche.
—Es usted brillante, señor, sí que necesito su ayuda —confirmé mordiéndome el labio con nerviosismo.
No quería revelarle mi cargo ya que eso derivaría en una larga explicación sobre que él era sólo producto de la mente de un oftalmólogo en su tiempo de ocio, mas me era preciso lograr su colaboración de la manera más pronta posible. Un personaje había escapado de algún libro y robado la atesorada fórmula del doctor Jekyll durante mi guardia, si no encontraba al culpable y solucionaba el problema antes de la llegada del alba tendría que dar explicaciones a mi superior y ya teníamos suficientes problemas como para añadir el de mi ineptitud.
Finalmente, presa de su atenta mirada, decidí que era más fácil ir directamente al punto que perder el tiempo en futilidades. Después de todo, confiaba en que olvidara el episodio una vez regresara a su historia, tal como le ocurrió luego de su pequeño viaje al País de las Maravillas.
Tomándolo del brazo de improviso —una descortesía terrible—, saqué mi dispositivo transportador con mi mano libre y segundos después aparecíamos en el Archivo.
Corrimos hasta el cuarto de monitoreo —más bien yo corrí llevándolo a rastras—, y nos detuvimos en frente de las pantallas.
El caballero la observó con curiosidad y una mínima muestra de sorpresa, por lo que me sentí obligada a dar una explicación.
—Estamos en el Archivo, señor Holmes. Estas imágenes provienen de nuestras cámaras de seguridad, que son dispositivos en los cuales se puede almacenar imágenes de hechos que ya pasaron, como fotografías en movimiento… No tengo tiempo para responder preguntas sobre qué es este lugar o cosas de ese estilo, ya que hay un asunto urgente. La fórmula del doctor Jekyll para dividir la personalidad buena y mala —en teoría— ha sido robada y todo lo que tengo para encontrar al sospechoso es este video. Por cierto, mi nombre es Penelope Drake.
Terminado mi parloteo, tomé una gran bocanada de aire y pulsé el botón que reproducía las imágenes. Una sombra encorvada se observaba subiendo las escaleras.
—¿Tiene algún sospechoso en mente?—inquirió después de un par de reproducciones.
—El conde Drácula, tal vez. Aunque es un vampiro y no sé si la fórmula funcione en vampiros, pero la sombra parecía la del conde Orlok y como él era una especie de versión apócrifa de Drácula…
Me callé al percibir su ceño fruncido. No me sorprendió lo que dijo a continuación.
—No existe tal cosa como los vampiros, señorita Drake, ni ninguna otra entidad paranormal. Puede que esta fórmula milagrosa de la que usted habla sí exista, ya que es producto de la ciencia, aunque dudo mucho de sus efectos. ¿Podría hablarme más de ella?
Me embarqué en una perorata sobre la trama de la novela de Stevenson y, para crédito del detective, he de decir que en ningún momento intentó poner en duda mis palabras. Una vez terminado el relato, no obstante, realizó una única pregunta:
—¿Estas puertas se mantienen cerradas con llave durante la noche?
Le respondí que sí. Él se levantó rápidamente y emprendió la carrera hacia la zona del Archivo que habíamos dejado atrás. Siguiendo la dirección de las escaleras, se detuvo ante un pequeño armario de limpieza del que se escuchaba un ruido atronador. Al abrirlo nos vimos ante la imagen del lloroso doctor Hyde, que llevaba el infame frasco en una mano. La otra se notaba rojiza, signo de que había sido empleada para aporrear la puerta que ya mostraba signos de estar cediendo.—¿Doctor Jekyll, puedo asumir? –dijo el detective, a lo que el hombre asintió.
—Dios mío, ha de haber estado en ese armario durante un par de horas —reflexioné horrorizada. Me sentía claustrofóbica solo de verlo—. ¿Cómo lo supo, señor Holmes?
—Evidentemente, señorita Drake, si el ladrón no podía escapar, entonces tendría que haber buscado refugio en algún lugar hasta que se le diera la oportunidad para huir. Con respecto al frasco, usted me dio la respuesta: Jekyll requería de él para volver a su personalidad anterior —aún estoy inclinado a creer que es un mero placebo para tratar de comprender un problema de identidad más orientado al campo de los alienistas, si me perite la teoría, doctor—, por lo que Hyde, ansiando libertad, asumía que destruyendo esta poción podía quedarse a cargo indefinidamente. Sin embargo, no estoy seguro de por qué no decidió destruirla aquí y planeó llevársela a otro lugar para realizar el acto.
El doctor, aparentemente en mejor estado, intervino por fin.
—En eso yo puedo ayudarlo, detective. Hyde no solo buscaba alejarme de la fórmula, sino también crear más monstruos del caos como él, expandir su depravación. Su plan era contaminar el agua de todo Londres con el contenido del frasco, un acto que puede ser considerado una locura o algo brillante, dependiendo de quien lo vea.
Los tres nos contemplamos con gravedad. Había estado tan preocupada por evitar un regaño que no había reparado hasta ese momento en lo peligroso del asunto, y aunque me daba una terrible tristeza que ambos personajes tuvieran que regresar a sus libros, comprendí que era lo correcto: el mundo no estaba preparado para el brillante intelecto de Holmes ni para las terribles fechorías de Hyde.
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Antología: El País de los Clásicos
Short StoryCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".