El señor Fitzwilliam Darcy levantó la vista de su tarjeta de invitación y se encontró con que al final del camino se erigía una curiosa casa de cuyo tejado sobresalían dos grandes orejas de liebre. Delante de la vivienda había un árbol y bajo este parecía estarse desarrollando una fiesta de té, aunque había algo en los asistentes que no podía precisar y le resultaba extraño.
Miró a su alrededor con escepticismo y descubrió que detrás de él venía otro caballero, por lo que se decidió a esperarlo antes de aproximarse al punto indicado.
—Buenas tardes, señor. ¿Está usted también invitado a la hora del té? —le preguntó con cierta brusquedad inconsciente provocada por el nerviosismo.
El recién llegado no pareció tomarse a mal su interrogante. Después de hacer las presentaciones debidas —el otro hombre pareció dudar ligeramente antes de decir que su nombre era Edmond Dantès—, ambos decidieron que sería una descortesía no presentarse a pesar de sus reservas y continuaron con su camino mientras mantenían una charla trivial sobre cómo sus relojes de bolsillo parecían haberse estropeado, coincidentemente, a las seis en punto.
Una vez se encontraron frente a la vivienda, sin embargo, Darcy pudo comprobar que los ocupantes de la mesa sí eran extraños: un sombrerero, dos bestias de tamaño humano —un lirón y una liebre— y un caballero particularmente disgustado, todos apretujados en un mismo lado de la mesa. Sin darle tiempo a siquiera observar a su acompañante para comprobar que no era el único sorprendido, la liebre se acercó a ellos y los condujo hacia sus asientos como si fueran niños.
—Puedo preguntar, si no es molestia, ¿por qué estamos todos juntos habiendo más sillas disponibles? —inquirió Dantès después de unos minutos.
—Es bastante obvio, señor. ¡No hay sitio! —señaló la liebre con fastidio.
—Mas veo que hay otros lugares disponibles —intervino Darcy, aun cuando lo más sensato hubiera sido no replicar a lo dicho por una liebre con paja en la cabeza, claro signo de locura.
La liebre y el sombrerero negaron enérgicamente su observación, mientras que el lirón solo asentía somnoliento.
—¡Al parecer hemos sido invitados a una fiesta de locos, caballeros! —dijo al fin Sherlock Holmes—. Se me informó que había un misterio por resolver y temo que el único misterio que he encontrado es cómo existe un mundo tan ilógico como este.
—Ah, pero nunca le dijimos que había un misterio, señor, eso solo lo asumió usted. Lo que pusimos en su invitación era que había sucedido un malentendido con respecto a un asesinato —especificó el sombrerero. Los tres hombres lo miraron con curiosidad, preguntándose si al fin había recuperado la cordura, cuando añadió—. Sugiero que nos movamos todos al siguiente sitio, necesito una nueva taza de té.
Holmes obedeció de mala gana y parecía a punto de hacer una observación cuando noto que el sombrerero ahora devoraba un plato intacto de panecillos mientras el resto se conformaba con lo que quedaba del ocupante anterior.
—Al fin y al cabo, parece que sí hay cierta lógica detrás de todo este enredo —murmuró pensativo.
—Le agradecería que compartiera sus observaciones con el resto, querido amigo, porque me encuentro tan perplejo como hace unos minutos cuando descubrimos que debíamos asistir a una casa con orejas y que los relojes se estropeaban en este lugar —exclamó Dantès.
—¡Sus relojes no se detuvieron, lo hizo el tiempo! —replicó la liebre de mala gana. El lirón volvió a asentir y el sombrerero rompió en llanto.
—Ese es el malentendido, señores, el tiempo cree que lo quise matar y ahora estamos condenados a que sean siempre las seis. ¡No nos da tiempo ni de cambiar la vajilla porque siempre es la hora del té! —se lamentó.
—¡Eso es absurdo, el Tiempo es un simple concepto! —contradijo Holmes.
—Agradezca que no lo ha oído, el Tiempo es un sujeto muy complejo y sensible —declaró la liebre en tono ofendido.
—A lo mejor el asunto se arregla con una disculpa sincera —aventuro Darcy, rememorando cómo había arreglado ciertos asuntos con la señorita Bennet.
—Aunque, claro está, hay ofensas que no se arreglan tan fácilmente. Que lo quieran matar a uno no es muy halagador —intervino Dantès.
—Mas si el asunto es un mero malentendido, una carta es más efectiva que un duelo de voluntades —observó Holmes—. Está decidido, pues, habrá que escribir una disculpa.
El sombrerero y la liebre se miraron como si acabaran de oír una verdadera locura, mas no tardaron en sacar, uno del sombrero y el otro del chaleco, pluma y papel respectivamente, antes de usar al pobre lirón como mesa.
El contenido de la carta, estimados lectores, es un misterio. Ya se sabe que al señor Holmes se le da fatal contar historias, Dantès es un hombre de secretos, Darcy un caballero reservado, el lirón estaba dormido y los otros dos no son fuentes confiables. Basta con saber que el Tiempo los perdonó, como perdona todo, y que todos los participantes acabaron contentos.
O al menos así decidió el señor Holmes que acababa el sueño, ya que no podía recordar muchos detalles debido a su estado atolondrado, que probablemente fue influido por su consumo de sustancias poco recomendadas.
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Antología: El País de los Clásicos
Short StoryCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".