Gretel estaba cansada y hambrienta. Había alimentado a su hermano con las ultimas migajas de turrón que quedaban en su delantal y se lamentaba por no haberse preparado mejor. Si se hubiera dado cuenta de las intenciones de su padre y madrastra antes, si hubiera pensado en usar las migajas para poder encontrar el camino de regreso... Pero ya era tarde para lamentarse.
—Debiste quedarte callada y dejar que sólo se deshicieran de mí. Soy un monstruo —murmuró Hansel apesadumbrado. Eran sus primeras palabras desde que los abandonaran en el bosque.
—No, no lo eres. Eres mi hermano pequeño y siempre te voy a cuidar —declaró ella con fiereza, abrazándolo.
—Ella tenía razón. Estoy maldito...
—Esa mujer era una egoísta, igual que padre —lo cortó la niña—. Prefirieron conseguir comida para ellos y el bebé y olvidarse de nosotros. Pero no nos vamos a rendir.
Con renovada decisión se pusieron en marcha en la dirección que creían que había tomado su madrastra. Horas después, llegaron ante una casita hecha de jengibre y caramelos que parecía sacada de sus más extraños sueños. Exhaustos y famélicos, se dirigieron hacia ella y empezaron a mordisquearla. ¡Era lo más delicioso que habían probado!
Se encontraban tan ocupados llenando sus estómagos que no repararon en la mujer que salió de la cabaña.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen destrozando mi hogar? —inquirió con voz pastosa.
Los niños la miraron sobresaltados y trataron de limpiarse los restos de dulce de la boca. La mujer era alta, joven y guapa, aunque sus dientes delanteros resaltaban como si fueran afilados colmillos. Gretel fue la primera en sobreponerse lo suficiente como para responderle.
—Mi nombre es Gretel y éste es mi hermano Hansel. Nos perdimos y llegamos aquí. ¡Lamentamos mucho haber dañado su casa, pero estamos muy hambrientos!
—¿Perdidos? —inquirió la mujer, antes de encogerse de hombros. Vestía como una dama, demasiado bien para ser una habitante del bosque, y sus ojos se veían nublados, como si fuera ciega. Su nariz se movía de forma continua, olfateando—. No los puedo ver bien, acérquense. ¿Cuántos años tienen?
—Tengo trece y mi hermano diez, señora.
Su rostro pareció iluminarse ante aquella respuesta.
—Trece, casi una mujer. Y con un jovencito muy tímido como hermano... Pasen, les serviré algo de comer y podrán explicarme lo que los trajo aquí.
Después de explicarle cómo fueron abandonados, la mujer se presentó como Hulda y aceptó tomarlos bajo su protección a cambio de que realizaran las tareas domésticas.
Pasaron tres días antes de que Gretel se diera cuenta de que habían cometido un error al confiar en ella.
Mientras se encontraban cocinando la liebre que habían atrapado en el bosque, la mujer se agachó y los niños notaron que debajo de su cabello no había piel como en una espalda común, sino la corteza agujereada de un árbol. Hansel soltó un chillido, asustado, y Hulda se giró enfurecida hacia ellos.
—¿Los acojo en mi hogar y así reaccionas, despreciándome por mi aspecto? —exclamó, herida—. Estaba dispuesta a perdonarles la vida, pero veo que no se llega a nada siendo buena.
Acto seguido, tomó con fuerza al niño y lo lanzó dentro de la jaula en la que, apenas horas antes, estaba atrapada la cena. La chiquilla trató de liberar a su hermano, pero cayó al suelo tras recibir una sonora bofetada de parte de la trol.
—Si no quieres acabar como él, te sugiero que no me hagas enojar —dijo la criatura. Dirigiéndose al prisionero, agregó —. Estás muy flacucho para comerte ahora, mas en cuanto te engorde serás un delicioso platillo. Hace mucho que no como carne de niños.
Aterrada, la niña se mantuvo callada y obediente por el resto del día. Sin embargo, al caer la noche se acercó a la jaula y sostuvo los dedos de su hermano entre los barrotes. Habían creído que conocían el horror y terminado en una situación peor, pero ahora tenían un plan. Sólo tenían que resistir hasta que llegara el momento.
Aprovechando la mala vista de la criatura, Hansel mostraba cada día un hueso de pollo haciéndolo pasar por sus delgados dedos. Tenían cuidado de no exasperarla demasiado mientras esperaban la fecha marcada, pero cuando vislumbró la luna llena, Gretel supo que había llegado el momento.
Armada con un atizador, la niña golpeó el candado de la jaula con todas sus fuerzas. El ruido despertó a Hulda, quien se aproximó rabiosa hacia ella y la arrastró del cabello hacia el horno. La forzó a encenderlo mientras chillaba que los iba a cocinar a ambos.
Falló varias veces tratando de encender el fuego hasta que la trol, harta de sus temblores y lloriqueos, decidió ponerse en acción ella misma. Luego de lograr su cometido, se giró hacia la encogida chiquilla, que aún lloraba... No, reía.
—¿Te has vuelto loca? —inquirió el monstruo, confusa.
—¿Loca? En absoluto. Simplemente soy consciente de una realidad distinta a la tuya, Hulda. Cometiste un error al subestimarnos.
De pronto, se oyó un estruendo proveniente de donde se encontraba la jaula. Sobresaltada, la bruja observó con sus ojos nublados que la puerta estaba abierta y en lugar del niño había una bestia peluda y enorme.
—¿Qué? ¿Cómo? —balbuceó aterrada.
—Se dice que beber de la huella de un hombre lobo puede transformarte en uno. Creíamos que era mentira, pero resulta que sí existen esas bestias y que una travesura convirtió a mi hermanito en uno —explicó Gretel con una sonrisa taimada—. Se supone que las hermanas mayores protegen a los pequeños, pero Hans también puede cuidarme a mí. Después de todo, nuestro padre y su mujer nos abandonaron por miedo más que por la falta de medios y sólo nos tenemos a nosotros.
Al ver los afilados colmillos del lobo acercándose a ella, Hulda corrió hacia la puerta. Sin embargo, la niña logró pisar su cola, que asomaba entre sus ropas, haciéndola caer al piso.
Lo último que vio la trol fue la negra boca del lobo.
ESTÁS LEYENDO
Antología: El País de los Clásicos
Short StoryCompilación de los relatos ganadores del desafío "El País de los Clásicos".