12. Luz de luna.

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Lágrimas. Lágrimas frías cargadas de tristeza recorrían mi débil y adolorido rostro sin cesar, quebrándome más por dentro y viajando sin control por mis mejillas. Las heridas en mis brazos punzaban como si miles de cuchillos estuvieran apretujando mi piel. Los rasguños en todo el largo de mis piernas ardían haciéndome recordar el mal momento que había pasado.

Definitivamente nunca tuve que haberme involucrado con él, nunca debí entrar en su mundo. Seguirle el juego fue una mala idea pero ya no había vuelta atrás.

La cabeza me daba vueltas como una calesita, y palpitaba gracias a los golpes y el dolor. El peso de los recuerdos también hacían que me mareara, y llorara.

Lloraba como si no hubiera un mañana, porque no esperaba que haya uno.

Mis muñecas y tobillos se sentían apretados, sujetados con algo resistente y áspero al toque. Inmediatamente me di cuenta que eran ataduras, y que por más que intentase, no tendría forma de escapar.

Lloré, pataleé, grité, hice todo lo posible por salir de ese lugar cargado de oscuridad y dolor, todo tipo de dolor.

De pronto, el portazo proveniente de la habitación contigua a la que yo estaba hizo retumbar las paredes y logró que pegue un pequeño salto en mi lugar: una especie de colchón sucio y húmedo. Pasos firmes y constantes llenaron mis oídos, y yo sabía quién era. Sabía que él venía hacia mí.

La pequeña puerta del lugar se abrió y una tenue luz blanca pálida ingresó al lugar.

Luz de luna.

Él entró y se acercó hasta donde yo estaba, y luego de reírse en mi cara, habló:

—Buenas noches, preciosura. —Su tono era despreciable, lleno de furia pero a la vez sarcástico, odioso.

Agaché la cabeza antes de permitirme soltar unas cuantas palabras hirientes hacia él, no valía la pena y debía controlarme.

—¿Cuándo piensas soltarme? —fue lo único que dije.

—¿Quién dijo que te soltaría? —retrucó.

—Si vas a torturarme así, mejor sólo mátame. —solté.

—¿Y que gano con hacerlo? Por lo menos así puedo divertirme —una pequeña carcajada sonora llenó el espacio, y yo tenía unas inmensas ganas de abofetearlo.

Pasaron días, quizá semanas, tal vez un mes, y me tuvo ahí, encerrada y aislada del mundo exterior. Seguramente todos mis conocidos me daban por muerta, ya que había desaparecido después de una fiesta, y así me sentía: muerta por dentro, aunque por fuera todavía tenía algo de aliento.

Su tortura fue lenta, a propósito, y soporté. Luché para no dormirme una noche y no levantarme más, porque debía cobrar venganza.

Después de un tiempo del que no tuve conocimiento logré escapar: una noche, el despistado del hombre que me trataba como basura dejó la pequeña ventana arrimada para que entrase viento, y al irse estaba tan concentrado en burlarse de mi de una forma asquerosa, que olvidó cerrarla. Bingo.

Corrí, llegué a la casa más cercana, conté todo lo que me había sucedido, omitiendo el hecho de quién era la persona que me tenía encerrada, yo misma me encargaría de eso.

Me formé por un tiempo, ahora sí contado: un año. Recuperé fuerzas, entrené y me alisté para lo que había planeado desde hacia tanto.

Al llegar el día, quería acabar con todo pero a la vez disfrutar. Quería terminar con todo de él, pero a la vez verlo sufrir como él lo hizo conmigo por tanto tiempo.

Me preparé, salí, llegué al lugar en donde tenía planeado hacer todo. Lo puse en marcha, se ejecutó a la perfección hasta el último detalle.

Y ahora, en sus últimos momentos, una súplica logra salir de sus labios:

—Por favor, no me mates.

—Yo te he pedido lo mismo hace un tiempo atrás, que irónico. —Respondo.

Y ahí, en su último aliento, con la cabeza gacha y cubierto en transpiración y sangre, el ruido de su risa burlona se mezcla con el de un disparo seco, certero; acompañado de una tenue luz que alumbra su cuerpo inerte.

Luz de luna.

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