Arquero

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     En las historias que le contaba a Aimer su ama de cría, los elfos eran criaturas hermosas, espíritus del bosque que vestían prendas etéreas y vivían en castillos construidos con rocas mágicas. Le contó que con su música hacían florecer las flores y que se podían transformar en animales a voluntad.

La realidad era muy diferente: se vestían con cuero y pieles, vivían en chozas hechas con los recursos que les daba el bosque y tenían pequeños huertos cerca de sus casas. Aunque sí tenían una belleza inhumana y sobrenatural. No parecía que tuviesen la capacidad de transformarse en animales.

Los elfos eran parecidos entre sí, todos con el rostro hermoso y las orejas puntiagudas. Lo que cambiaban eran sus colores: piel pálida, simplemente clara o bronceada; y cabellos rubios claros, azules oscuros, morados, rojizos, verdosos e incluso negros. En esa aldea debía haber más de cien elfos.

—Bienvenidos a nuestra aldea —dijo Hakobu, tenía las espadas de Noam y Jeriko envainadas en la cadera.

Cuando vieron llegar a los tres humanos, los elfos se acercaron a ellos y los observaron con curiosidad mientras murmuraban en su lengua extraña. Muchos salieron de sus casas para verlos. Aimer nunca había sentido tantos ojos encima de ella, ni siquiera en los elegantes bailes del castillo GoldenHouse.

La multitud se apartó para dar paso a un elfo anciano que se acercaba apoyándose con un bastón de madera. Una elfina joven y morena lo sostenía del brazo para ayudarlo a caminar. Se detuvieron frente a los humanos y la elfina lo soltó, el anciano le dijo algo en su lengua (probablemente un agradecimiento), la chica hizo una reverencia y se retiró. El anciano observó a los humanos con ojos cansados.

—Sabio jefe Jeruz —dijo Hakobu en la lengua humana—, encontramos a estos humanos vagando en el bosque.

El sabio Jeruz era un elfo de estatura mediana y con la piel clara. Las orejas puntiagudas le sobresalían del cabello largo totalmente blanco; su barba, también blanca, era larga y suave, de aspecto níveo. Tenía la nariz grande y arrugas alrededor de los ojos, lo que sugería que sonreía a menudo. Vestía una túnica de tela marrón. A pesar de su avanzada edad, tenía un aire majestuoso y sabio, como un viejo rey.

—Humanos... —dijo el anciano, saboreando la palabra—. He visto tan pocos en mi larga vida...

—¡Demonios! —maldijo Noam—. Este tipo es tan viejo que se convertirá en polvo en cualquier momento.

Jeriko le dio un codazo.

La respuesta del viejo elfo fue sonreír; las arrugas en sus ojos se acentuaron.

—Más de sesenta años como jefe de una aldea pueden envejecer a cualquiera, valeroso joven —dijo Jeruz, afablemente—. Pero estos huesos, aunque viejos, son fuertes.

—Sí, seguro. —Noam sonrió.

«Es muy tolerante», pensó Aimer.

—¿Cuáles son sus nombres, jóvenes humanos? —preguntó el viejo.

—Mi nombre es Aimer. —No creyó necesario dar su apellido; probablemente ellos no entendían de esas cosas.

—Soy Jeriko —se presentó el platinado.

—Noam. —Su presentación sonó más como un gruñido.

—Querían comerse a nuestras ovejas —dijo Koru—. Estaban acechándolas.

—Ah, sí hablas la lengua humana —replicó Noam, en tono de burla.

Koru lo ignoró.

—Teníamos hambre —intervino Jeriko—. Como una tribu, ustedes entenderán lo que es cazar para sobrevivir.

Cuentos de Princesas y Mercenarios [IronSword / 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora