01. Uɴ ɴᴜᴇᴠᴏ ʜᴏɢᴀʀ.

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Astrid Lee

Mis pies estaban descalzos en el frío césped. Estaba plantada al frente de mi nueva casa, mi nuevo hogar, sonaba algo abrumador.

Mi madre terminaba de sacar las maletas del coche, mientras Sebastián, su novio, entraba con las maletas.

—¿Y qué? ¿Te gusta? —ella apareció a mi lado, con el brazo secó lentamente un poco de sudor que tenía en la frente.

Para ella era muy necesario hacer esto, la hacía feliz y a mí también. Aunque no me gustara mucho la idea de empezar una vida, de nuevo.

—Me gusta —respondí.

La casa era sencilla y normal. Es bonita. Blanca y de dos pisos y con un jardín vivo lleno de colores verdes en todos los tonos posibles, un pequeño camino de ripio y cerca de madera. Era una casa linda en un barrio lindo y tranquilo.

—Listo. Podemos entrar. —Sebastián, apareció en la entrada.

El parecía estar más feliz que nosotras, y lo comprendo, él nos comprende como nadie lo había hecho.

—Es tan linda —mi madre suspiró con una sonrisa nostálgica.

Mi madre conoció a Sebastián hace seis meses. De hecho, no se conocieron de la mejor manera, al contrario fue algo raro. Después de ese día, él nos ayudó mucho, en todas las formas posibles y también la ama, de verdad la ama, lo ha demostrado en todo este tiempo, claro que al principio lo detestaba pero con el paso del tiempo me acostumbré a su presencia.

Dejé que mi madre y Sebastián entraran a la casa, mientras yo respiraba tomando fuerzas. Miré a mi alrededor, palmeras, césped –amaba sentir el césped en mis pies, se sentía rico, suave y relajante– , casas parecidas que le daban un toque tranquilizador al barrio y con un ambiente cálido.

—Astrid, ¿qué esperas? Si te quedas más tiempo ahí, te freirás como un huevo en el desierto —me dijo Sebastián, haciéndome sonreír después de tantas horas de viaje.

La casa se veía pequeña pero al entrar me sorprendí. Era grande, mucho para solo tres personas. Mi habitación era incluso más grande de lo que imaginaba; las paredes estaban pintadas de un color salmón; había una cama enorme con sábanas suaves y blancas, un escritorio de madera blanco, un armario grande que estaba lleno de ropa; una ventana grande, que me ayudaría para despertar e ir a clases por las mañanas. Sin duda, mamá se esmeró por tratar de hacerme sentir cómoda.

Una gota resbaló de mi nariz.

—¡Demonios!

Abrí la puerta que estaba al lado del escritorio. Era el baño y también era blanco, estaba limpio y en orden, eso hasta que lastimosamente se ensució con una gota de sangre que resbaló de mi nariz para chocarse con el frío piso también blanco. Estoy empezando a creer que es una clínica para enfermos mentales.

Tomé unos paños del estante y limpié mi nariz, me acerqué a un enorme espejo, viendo mi perfecto estado físico y la perfecta gota roja en mi blusa blanca.

—¡Demonios por dos!—renegué—, como se me ocurre ponerme una camisa blanca?

Tomé más pañuelos húmedos y restregué, tratando de eliminar esa gota roja en mi blusa, pero lo único que logré fue agrandarla más.

El timbre de la casa empezó a sonar, pasaron unos minutos y nadie iba a ver qué sucedía.

Con el pañuelo húmedo y de mala gana bajé las escaleras, olvidando que cuando me sangraba la nariz, no podía bajar las escaleras o salir al sol, porque me sangraba más, pero la desesperación por el timbre nubló mis sentidos.

Un novio de mentirasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora