03. Cᴀsᴛɪɢᴀᴅᴀs.

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Madison Coleman

Dos palabras me definen aquí, allá y más allá:
Antipática y Antisocial.
Odio a las chicas de la secundaria.
Detesto las frutas y eso es solo porque la mayoría requiere el tiempo que no tengo para pelarlas y lavarlas y todas esas vainas.
Amo las hamburguesas, papas y todo lo que esté alto en calorías o que se cocine con litros de aceite.
Soy gruñona.
Odio que me apapachen (en especial mis padres).
Soy alérgica al amor, desde que mi novio me dejó a los seis años, cuando apenas llevábamos diez minutos de noviazgo. Desde esa tarde lluviosa de abril, comprendí que todos los hombres son iguales de idiotas y que mi vecinito desdientado no era la excepción

—Eres la mejor—me dije a mi misma.

Practicaba mis caras gruñonas y detestables en el espejo de la habitación de mi querida madre, solo lo hacía porque su baño es mejor que el mío.

—Mads, te dejé frutas en la nevera, vamos a salir, no llegamos hasta la noche, cuídate cariño—cerró la puerta pero luego volvió a abrirla —cualquier cosa estaremos con el padre Santiago.

¡Guácala! Me dijo Mads, ¡iugh!.

—Si, como quieras.

Seguí practicando hasta que se hizo un poco tarde, me puse mis botines negros y salí de casa, dejando un asco mi habitación. Normal.

Odiaba el primer día, odiaba el segundo día, odiaba el tercer día y es más, odiaba levantarme cada día solo para ver a las mismas esqueléticas de siempre. Decía esto sin ánimos de ofender a las esqueléticas del colegio.

Cuando llegué a la cárcel, digo, colegio, fui a la cafetería por unas donas.
Soy una de esas personas que, saben que van tarde y aun así, hacen paradas en el camino para comer y hacer cualquier cosa con tal de no llegar al dichoso lugar.

Entre a la clase de matemáticas veinte minutos después y el viejo, digo, profesor, no duda en recalcar la hora.

—Señorita Coleman, creo que usted y todos sus compañeros saben que la hora para entrar a mi clase fue hace quince minutos y—

—Veinte—interrumpo.

—Como sea, veinte o quince, usted está llegando atrasada y espero que no haya una próxima vez.

Me senté y me dediqué a rayar el libro con dibujos de diablitos, o más bien, con palitos, ya que no dibujo muy bien y tampoco no me importa.


Cuarenta minutos después, se escucha la risa escandalosa y divertida de alguien, seguramente una esquelética, así que el profesor no tarda en salir a ver que sucede como el viejo chismoso que es. Minutos después entran dos chicas, la primera la conozco y me cae mal, la segunda no la conozco pero también me cae mal.

Ya que no hay muchos asientos disponibles y el viejo está desesperado por dar su clases, las dos chicas vienen hacia mí, saco con malicia mi pie y lo pongo en el pasillo, haciendo que ambas caigan.

Sonreí abiertamente, ya que ambas fueron muy tontas al no darse cuenta de mi pie.

—Coleman, también estás castigada.

Dijo el viejo Agapito, estresado por no dar su clase.

—Le partiste la nariz.—Lluvia me gritó asustada por la nariz de la nueva.

—Cállate solo fue una caída, no se va a morir porque le sangre un poquito.

La verdad es que si me dio... ¿pena? O lo que sea.

El viejo Agapito, llegó hasta nosotras y golpeó fuertemente la mesa.

—Ambas se sientan y a las tres las espero ver en el castigo. Ahora se callan que seguiré con mi clase.

Un novio de mentirasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora