Prelude. Aeternum

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El tiempo, aspecto subjetivo, sin importancia (al parecer) a las bases inmortales de la existencia. ¿Cómo es que es importante, entonces? Cuando se tiene un periodo limitado, cuando la muerte es fácil compañera, y se necesita sentir que se tiene cierto poder sobre las décadas sin fin, es que cobra relevancia.

Es por eso, quizás, que incluso la figura de tiempo germinó sin un nombre fijo en la mente de uno de los ángeles más antiguos (que permearía incluso en milenios posteriores, incluso asumiendo el símbolo de algo divino e influyente en la historia). Los humanos incluso, una figura en particular, le harían una divinidad de nombre Aion (por más que contravenga los designios divinos, esto fue observado por ángeles y demonios con curiosidad).

Para Crowley, su eternidad era un agua sin perturbaciones, sin fondo y nada que se refleje en ella. Hasta que llegó alguien que lo cambio, un ángel que era una pluma blanca que cayó con delicadeza, creando ondas pequeñas, que se expandieron, que se entrelazaron con su inmortalidad.

Es lo que pensaba cuando aquello que se suponía había eliminado de su mente volvió a germinar. Por más que se alejaran, por más que encontraran la manera de sacar a flote eso que los hacía enemigos hereditarios, no podían evitar encontrarse, comprenderse, acompañarse en la soledad en la que era fácil encontrarse para seres como ellos.

Eso sería un problema en un futuro, un peligro para el ángel, y especialmente para él mismo.

Es por eso que le había pedido agua bendita. No porque quisiera hacerse daño a sí mismo; no ahora que su existencia tenía un verdadero propósito, uno que desaparecería cuando Aziraphale lo hiciera. Pero debía encontrar la manera de proteger, de proteger al ángel.

Y si, la posibilidad de usarla sobre sí mismo llegará, ¿lo haría? ¿Por el ángel...lo haría? Sabía que eso no pasaría, especialmente por todo lo que hizo para negarse a sí mismo sentir, eso que simplemente se negaba a morir por más que luchara con ello, ese sentimiento que se obligaba a odiar.

—No lo abras —le había ordenado Aziraphale cuando le dio ese termo de colores claros y patrones hogareños que el ángel lograba usar en casi todas sus pertenencias.

Se preocupaba por él, por supuesto. Pero en realidad eso lo suponía natural, pues creía que Aziraphale se preocupaba por todos. El mismo ángel le había dicho una vez: «La cuestión era que cuando un humano era bueno o malo era porque quería. Mientras que la gente como ellos estaban encauzados desde el principio».

—Ya, no lo haré, ángel —había respondido con una mueca de impaciencia, algo incómodo bajo el firme escrutinio que Aziraphale a veces era capaz de mostrar—. ¿Feliz?

Apreció con una ternura que le sorprendió percibir en sí mismo la preocupación en los ojos azules del ángel, mientras le decía que no la usaría en nada peligroso.

El demonio observó sentando en su Bentley el termo de agua bendita una vez Aziraphale se fue.

Él, aunque fuera diminuto, tenía al menos una pequeña defensa en caso de que su lado se pusiera difícil (pues, como era evidente, no se podía confiar en un demonio). Eso lo llevó a pensar, ¿y Aziraphale tenía una defensa? ¿Siquiera la suficiente claridad y voluntad para vislumbrar las crueles sutilezas de las órdenes divinas, y detectar la poca piedad que el cielo a veces mostraba a sus propios hijos?

Apretó los labios enojado sabiendo la respuesta. Aziraphale era un perfecto ángel, el mismo defendió en algún punto incluso que el gran plan fuera inefable.

Crowley sabía que hasta el perfecto blanco podía ser cegador.

El bien, lo santo, también podía ser cruel: lo que no podía estar enfermo, padecer males.

Los buenos pecadores  [Good Omens] [Ineffable Husbands]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora