Aziraphale, que bien podía usar un milagro y simplemente llegar al lugar en el que deseaba estar, había optado por usar el autobús, porque le daba un poco tiempo para pensar y despejarse antes de ver a Crowley en otra de sus visitas rápidas que se había hecho costumbre. La verdad, es que usar esa forma de transporte le recordaba a cuando se tomaron de las manos, y el demonio le ofreció quedarse con él, como si fuera la solución más natural.
Pero como era normal, el principado simplemente había sonreído, incapaz de poner sus sentimientos, sus verdaderos sentimientos, en la mesa, pues ni él mismo sabía comprenderlos. Todo eso era nuevo: esa libertad era abrumadora.
No obstante, existía una certeza: la idea de perder a su amigo...a Crowley, siempre le había aterrado. Esa sola idea, imaginar ese escenario, era una punzada de dolor aguda, profunda.
Crowley era alguien, la única existencia, que siempre lograba sorprenderlo. «Que poco se parece a los demonios», había pensado incontables veces, comparando con minucia todo lo que losa arcángeles, y algunos de sus instructores de coros superiores, les habían inculcado.
Quizás por eso, en vez de ver con desagrado la maestría con que Crowley hallaba su camino hacia él, se sintió más bien curioso, una que otra vez aliviado (habría perdido su cuerpo unas, muchas, veces tenía que ser honesto). ¿Cuántas veces no fue debido a Crowley que encontraba la manera de cumplir alguna misión, de salir de algún lio...?
Ahora que tenía la libertad que jamás imaginó, que ni siquiera se atrevió a desear, sus recuerdos le eran escenarios totalmente diferentes, como si el Aziraphale de los siglos pasados y él fueran entes totalmente independientes.
A veces, cuando estaba en el silencio de su librería, con el aroma de libros rodeándolo y haciéndole sentir siempre un poco mejor con sus penas, era cuando sus reminiscencias le sobrevienen más sutiles, con mayor detalle y permitiéndole observarlas con mayor lucidez. En sus recuerdos, le venían con amargura y remordimiento, cientos de años con incontables remembranzas de esos ojos fascinantes del demonio, mostrarse llenos de un dolor que le era incomprensible, siempre cálidos, pero lóbregos en algo que parecían querer decir, una verdad que atormentaba al dueño de esos orbes dorados.
Ese dolor particular siempre le hizo sentir con pena, y ahora le hacían sentir todavía más su pesar al recordar que, posiblemente, la tristeza de Crowley se mantenía oculta tras sus gafas oscuras, mostrando únicamente atisbos de vez en cuando.
Si Crowley le hubiera abandonado cuando dejaron de hablarse casi un siglo, ¿Qué habría hecho? No...no quería imaginarlo.
Remontándose un poco más atrás, a veces con el cálido sol de la mañana que le bañaba mientras observaba el estanque de patos, ese donde Crowley y él solían reunirse, era capaz de ver más, y más aspectos que le hacían avergonzar por no haberlos notado: cómo era la devoción que se escapaba a veces en la forma en que el demonio le miraba.
Aunque pensaba que devoción no era la palabra adecuada. Probablemente lo más cercano...la sola idea le hacía sentir un poco desorientado.
Aziraphale, casi al principio de los tiempos (o lo que los humanos llamaron de esa forma), había observado confundido la consumación del lazo que cambiaría la historia: la unión de Adán y Eva en cuerpo, alma, y sangre. «¡Por supuesto que Gabriel le había explicado las generalidades de todas las características y cosas que podían hacer los humanos!» Pensó nervioso; cuando Crowley estuvo con él, y podía asegurar, que incluso más confundido.
Adán y Eva compartieron la primera forma de amor, y los condenaron por ello. ¿Pero eso fue realmente el pecado? Por qué él, que incluso había mentido a dios una vez, nunca estuvo muy seguro de cuál fue el error, pero defendió el castigo de la creadora con absoluta fe, obediencia. El problema de aquel acto acontecido entre los primeros humanos, la tentación original, es que Aziraphale percibió algo que no fue consciente de ver.
Había presenciado amor, ojalá lo hubiera entendido en ese momento.
El principado volvió a mentir a los cielos, admitiendo con fervor que sí, que creía, que no había duda, de que aquello fue un pecado. Era un ángel, una criatura celestial y con la misión de defender el plan que determinaría el destino de la existencia.
Crowley, a pesar de todas las acciones abominables en las que se vio involucrado, jamás le juzgo; es más, le ofreció un hombro honesto cuando se sentía inquieto (aunque el mismo no fuera consciente). Un demonio había hecho por él lo que nadie, ni siquiera los ángeles más abnegados, pensaron en hacer. ¿Qué había hecho por Crowley entonces, además de darle un poco de agua bendita?
El ángel apenas pudo comer dándose cuenta de cuanto había recibido sin dar algo a cambio.
Apenas amaneció, bajó apurado, ansioso, del pequeño apartamento que tenía acondicionado en el piso superior, y tomó el teléfono de la planta baja con manos un poco temblorosas. Miró el aparato en silencio, humedeciendo sus labios que se tensaron en una fina línea.
Suspiró impaciente consigo mismo, y marcó con lentitud un número que conocía bien.
—«¿Ángel...?» —respondió una voz jadeante (como si hubiera corrido a contestar). Esa voz que le era inconfundible, le provocó una sensación de vértigo en el estómago.
—Crowley, querido mío —dijo el ángel, apretando el aparato con ambas manos—. Yo, ah, veras, ¿te molesto?
—«¡No, de ninguna manera!» —Respondió casi en un grito el demonio, Aziraphale tuvo que alejar la bocina—. «Ngk. Quiero decir, no, no molestas».
—Es bueno saber eso Crowley, Cariño —dijo el principado, decidiendo tomar valor y decir la razón de su llamada, después de meses sin verse, o buscar contacto más que sus incómodas visitas—. Verás querido niño, ¿podrías venir cuando estés disponible a mi tienda? Quisiera...quisiera hablar.
El ángel se desanimó al escuchar absoluto silencio al otro lado de la línea. Cuando pensó que hasta el demonio le había colgado sin darse cuenta, escuchó un suspiro.
—«La verdad, estoy ocupado; no creo que sea buena idea» —dijo Crowley en voz baja, como si dudara, casi preocupado—. «Realmente...en verdad, ¿quieres verme?» —preguntó el demonio en susurro, Aziraphale se sintió terrible al percibir una inseguridad que pocas veces mostraba el otro.
—Sí, ansío verte —admitió, escuchando sus palabras pasar temblorosas a través de sus labios, en un hilo de voz—. Te lo suplico. Cuando puedas querido, por supuesto.
Tal vez, si el principado hubiera preguntado eso en persona, sería testigo de la gran sorpresa que Crowley se llevó al escucharle suplicar, pedir por su presencia de esa manera.
—«Si eso es lo que quieres, Aziraphale» —respondió sonando incrédulo.
Cuando esa noche se retiró a intentar perderse en algún libro, se vio asaltado por el torrente de recuerdos nuevamente. Pensó en los ojos de Crowley, que siempre iban dirigidos a él; en la forma cuidadosa en que observó sus reacciones en roma, en la preocupación que apenas notaba cuando lo encontró a punto de ser decapitado; y por supuesto, en la agonía que mostraron cuando lo rechazó en ese quiosco.
Pero había dos que recordaba con claridad: la mirada llena de admiración de Crowley cuando lo conoció, y la que profesaba, sin tapujos, inconmensurable ternura cuando le ofreció quedarse a vivir con él.
Y ahora se daba cuenta, que esa mirada llena de cariño en realidad fue una repetición común, que terminaba desapareciendo sin explicación a través del tiempo.
Pensó en toda ocasión en sintió amor en presencia de Crowley, pero no pudo verlo.
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Los buenos pecadores [Good Omens] [Ineffable Husbands]
Fanfic[Good Omens, Ineffable Husbands, post-casi apocalipsis] Tras una discusión con Aziraphale sobre su reticencia a dejar de actuar en favor del cielo y su trabajo como ángel, Crowley se distancia un poco del principado. Sin embargo, su enfado con el á...