Final. El sexto y noveno mandamiento

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Todos están tocando la melodía del amor

Bañado en luz cálida

Dentro del abrazo del agua

La mirada se disuelve y fluye lejos

Si escuchas con cuidado, la melodía susurrante de las constelaciones puede ser escuchada

La pálida flama en tus manos, es evidencia de vida

¿Por qué no intentas sumergirla en el océano de estrellas?

Mizu no madoromi - Origa.

Crowley sentía como si las preguntas que hubiese tenido a lo largo de los milenios, sobre su propósito en la existencia y su valía en la misma, tuvieran respuesta

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Crowley sentía como si las preguntas que hubiese tenido a lo largo de los milenios, sobre su propósito en la existencia y su valía en la misma, tuvieran respuesta. Era como si pudiera volver a ver a las estrellas como el padre que se sintió al ver nacer cada una en la yema de sus dedos.

Sin embargo, la paz no era del todo suya aún; el sosiego todavía se mantenía apartado de sus manos. No quería dejarse llevar por sus temores, por la idea de que al aceptar sus sentimientos, de que al recibir el amor de un ángel, ambos pudieran ser condenados, esta vez de forma definitiva sin posibilidad a trucos bajo la manga.

Tenía miedo, estaba aterrado de las consecuencias. Hizo lo posible de disimular sus angustias y tormentas, viviendo sus días, envolviendose en la felicidad de las manos del ángel tomarle el rostro al despertar, cuando lo dejó convencerlo de dormir por primera vez. O de sus manos acercarse para entrelazarse tímidamente en alguna calle tranquila, o mientras se sentaba en algún parque simplemente disfrutando una silenciosa serenidad en compañía del otro.

Ambos comprenden sus decisiones hasta ese momento, y las consecuencias que los llevaron a su posición actual. Crowley, sin embargo, se preguntaba: ¿Aziraphale realmente imaginara la magnitud de su elección? No lo sabía, y no deseaba preguntar sabiendo que ese mero cuestionamiento traería la posibilidad de que el ángel se atormentara confrontando la realidad.

Crowley intentó dejar de lado esos temores; Aziraphale le había elegido, el ángel le amaba. Eso era todo lo que siempre quiso.

Sus días pasaban en una cotidianidad sin grandes eventos. A veces, cuando sentían el ánimo de cambiar la rutina, buscaban probar experiencias que jamás se plantearon experimentar, viajar a lugar con otra perspectiva, sin alguna misión o trabajo que completar (aún, el ángel se mantenía terco en seguir con las buenas obras, actos más bien propios de su naturaleza).

Los temores de ambos comenzaron a disiparse al notar que nada aconteció al aceptar y reforzar el cambio en su lazo. El miedo comenzó a ser un ente ausente ante los amores tan viejos como el tiempo mismo; en caso, de ser así, ocurriera algo, ambos prometieron proteger lo que por fin se les permitía tener.

Aunque fueran unas décadas felices, quizás un par de siglos; todavía, de volver a suceder, si tuvieran que enfrentarse a sus bandos nuevamente por salvar la tierra, (su hogar), Crowley y Aziraphale mantendrían sus manos cerca, para tomar la ajena sin importar las tragedias que tuvieran que sobrellevar.

—No tienes que temer querido, siempre podemos encontrar mi espada —bromeaba Aziraphale, y Crowley sonreía sin fruncir el ceño, con una naturalidad que había aprendido de la jovialidad inherente del ángel.

—No pienses que es muy divertido conducir a través de fuego del infierno —contestaba abrazándolo, besando las suaves formas del rostro de Aziraphale, posando sus labios en las líneas que se formaban en la esquina de sus ojos cuando el principado sonreía.

«Pero lo harías» pensaba Aziraphale correspondiendo el abrazo, enterrando sus níveos dedos entre hebras tan rojas como los atardeceres más hermosos que hubiera visto, aquellos donde el cielo parecía llenarse de un cálido fuego para recibir a las estrellas.

Olvidaban con cada año el bando al que pertenecen, se deshacían de sus angustias y paranoias al seguir abrazando una paz que seguía sorprendiendo tener.

No que el Cielo y el infierno se hubieran desentendido del todo, bueno, únicamente al principio. Hubo un tiempo, cerca de una década, en que ambos planos enviaron a dos de los suyos a observar las actividades de los considerados traidores.

—¿Y por qué no hacen nada? —preguntó uno de los Duques del infierno que quedaba, Hastur, a quien Beelzebub había pedido como favor echar un vistazo para asegurar que Crowley no intentaría nada.

—Bien podría decir lo mismo—respondió Miguel a su lado, cruzando sus brazos mientras desde una esquina lejana, observaban a Aziraphale y Crowley.

—Por qué me molesto en preguntar, ni Dios les responde a sus angelitos —gruñó, terminando su frase con una mueca.

Miguel no se enfadó con el evidente sarcasmo e insulto, había algo de verdad en las palabras del demonio, y estaba acostumbrada a los desplantes de Hastur desde que estaban observando a esos dos, e incluso antes, cuando trató con el Duque cuando Ligur estaba vivo, gracias a su acuerdo.

El arcángel alisó los holanes de su blusa con intencionada lentitud, y respondió:

—El Cielo no encuentra pecado —dijo ella sin expresión particular, manteniendo la vista al frente a pesar de ser observada por un sorprendido Hastur—. El Sexto y Noveno Mandamiento. Esas son las razones.

—Nosotros tenemos suficiente caos con la cancelación del apocalipsis, y Lord Beelzebub lo considera una pérdida de tiempo —explicó Hastur en compensación a la información del Arcángel, una vez asimiló y comprendió lo dicho por Miguel, con voz ronca citó con facilidad—: «No cometerás actos impuros»; y; «No consentirás pensamientos ni deseos impuros».

Miguel contuvo el aliento, sorprendida.

—Oh, no pensé que los demonios hubieran memorizado Los Mandamientos —elogió, con un poco de sarcasmo.

—No es difícil saberlo, los humanos te ayudan a recordarlos, rompiendo cada uno —Sonrió ante el bufido de Miguel que obtuvo en respuesta—. Y los demonios, pocos de nosotros, para nuestra desgracia, aún recordarnos.

Miguel no quiso preguntar sobre esas memorias, tenía una idea de que se trataba, aunque sentía un poco de curiosidad.

Pocos años después, ni el Cielo o Infierno, pusieron más interés en seguirles.

Y es que más que Ángel o Demonio, eran poco más que unos humanos con una vida sin naturaleza finita.

Si Aziraphale y Crowley, hubieran recordado dos de los Designios del cielo, aquellos mandamientos que moldearon toda la historia humana, habrían visto que entre todos y cada uno de los que eran considerados pecados, su unión no tenía cabida.

El amor, su amor, en su antigüedad nunca logró adquirir mancha, por más que el cielo y el infierno condenan en sus opiniones sus acciones.

Considerados penitentes sin serlo, sin poderlos condenar; despreciado por el infierno y el cielo.

Pero sin tener crimen discernible, eran penitentes sin falta: buenos pecadores.

Los buenos pecadores  [Good Omens] [Ineffable Husbands]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora