CAPITULO IV

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—En el nombre de Dios, los declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia, hijo.

Diego me sonrió como nunca antes lo había hecho, ni siquiera el día que acepté ser su esposa tuvo esa expresión en el rostro, y estaba segura de que yo tenía la misma expresión. Sus manos recorrieron la fina tela del velo y lo levantaron tan lento que creí que no terminaría jamás. Sus ojos transmitían una emoción sin igual justo como yo, ni cuando caminé al altar del brazo de mi padre me sentí así.

Lo amaba, Dios, lo amaba con todo mi corazón, y esperaba preservar este recuerdo para siempre en mi memoria.

—Te amo con toda mi vida —sus manos acunaron mi rostro con dulzura—, para siempre.

Nuestros labios se unieron en un rápido pero tierno beso. El simple roce de su piel contra la mía logró darme toda la paz que había estado buscando desde hacía tanto tiempo. Dios no podía odiarme, no si me había mandado a Diego para compartir mi vida.

El camino que nos tomó llegar a la entrada de la iglesia se sintió como una eternidad. Ya nos estaban esperando, nos llevarían a la casa de campo de mi familia, la cual ahora me pertenecía, y en parte a Diego. Mis padres creyeron que era buena idea que estuviéramos alejados de la gente un poco, después de todo, necesitábamos tiempo para nosotros antes de mudarnos a la casa que los padres de Diego nos habían dado; un regalo que alardearon hasta más no poder.

Decidida a no seguir ni una sola de las palabras de la madre de Diego, dejé que mi madre organizara toda la celebración que se llevaría a cabo justo después de marcharnos. Todos los regalos serían llevados a nuestro nuevo hogar días después y por supuesto, Diego no se atrevió a poner los deseos de su madre antes que los míos, no cuando había jurado que solo quería hacerme feliz.

Mis padres fueron los primeros en acercarse, algo que la madre de Diego no aceptó con mucho gusto, solo que no les quedaba otra opción, sin que su querido hijo supiera nada, mis padres habían pagado gran parte de la boda, y eso les daba mayor participación.

—No puedo creer que ya no te tendré en casa —mi padre besó mi frente—, será muy duro no tener a mi luz a diario.

—No estaré muy lejos, créeme que aún estando casada, me tendrán de visita muy seguido —reí para calmar un poco la tensión que me embargaba.

Si bien era cierto que este era uno de los días más felices de mi vida, eso no dejo de lado el hecho de que estuviera muriendo de miedo. Estaba a punto de comenzar otra vida, una en donde nos padres ya no estarían para protegerme, una en donde tenía que ser cuidadosa con mi bendición, o terminaría a manos del Santo Oficio si el fanatismo religioso de la familia de Diego se daba cuenta.

—Mi niña —mamá me abrazó—, sé muy feliz, sé todo aquello que estás destinada a ser.

Mi madre apenas podía contener las lágrimas. Me dolía dejarla, más que a nadie, ella estaría muy sola, mi padre apenas pasaba tiempo en casa, y su matrimonio estaba por los suelos. Fue por eso que me negué a aceptar que mi nana se fuera conmigo, ella debía cuidar de mi madre al igual que todos estos años.

—Confío en que sabrás cuidar de mi hija Diego —el tono de mi padre cambió drásticamente—, bajo la palabra de Dios has jurado muchas cosas.

—Así será señor —dijo con voz firme—, no debe tener la menor duda, preferiría morir antes de dejar que algo dañe a Victoria, ahora ella también es mi luz.

Sus palabras sonaban tan confiadas, era claro que el tono de mi padre no lo intimidaba, pero muy en el fondo de mi corazón tenía miedo por ello, pues una voz me decía que todo aquello era dicho meramente por no quedar mal ante mis padres. Nada me aseguraba que Diego era capaz de dar la vida por mi.

"La Guardiana del Fuego" ⚠️ Disponible Hasta El 31 De Diciembre⚠️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora