CAPITULO XI

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La que se sentía como una ramera en esos momentos, era yo. En mi cabeza pasaba aquel pensamiento en el cual recordaba cuánto tiempo Rodrigo no había sido de mi agrado, pero ahora no podía dejar de pensar en que mi vida pudo ser diferente a su lado. Decía estar enamorado de mí, se sentía un tonto por no haber pedido mi mano en matrimonio.

Las cosas con Diego seguían igual, a pesar de sentirme recuperada por completo, no había sido capaz de cumplir mi responsabilidad como esposa y eso lo había hecho enojar en más de una ocasión, pero no podía hacer nada. Sus caricias ya no provocaban nada en mi, ni siquiera sus besos. Había noches en las cuales se portaba como antes, como el Diego dulce y atento que se había casado conmigo, pero en el momento en que quería ir más allá, me negaba. No me sentía capaz de entregarme a él de nuevo. En noches como esas, su enfado llegaba a tal grado, que lo mejor para él, era irse de juerga con sus amigos y no llegar hasta el día siguiente. Los murmullos de la gente eran cada vez peor y me sentía como un objetivo de burla cada vez que salía de casa.

Noche tras noche, me dedicaba a escaparme de casa, los dotados se habían vuelto mas presentes que nunca y ahora que tenía a Rodrigo a mi lado, habíamos conducido a muchos más a Caudentry. Algunos todavía temían pero acabar en las manos del Santo Oficio no era un mejor destino.

Y ahí, en aquella finca abandonada, a la luz de la luna me había entregado a Rodrigo en más de una ocasión. Era una descarada, negándole todo aquello a mi marido, al hombre al que le juré obediencia ante el altar pero no pude evitarlo. Muy en el fondo de mí, sabía que ya no amaba a Diego y él a mi tampoco. Uno de los muchos rumores que habían llegado a mis oídos era el de que estaba esperando un hijo. Quizá por eso pasaba menos tiempo en casa.

—Me gustaría que estuviéramos lejos —Rodrigo acarició mi hombro—, ya no soporto estar viéndonos a escondidas.

Ya casi era momento de regresar a casa pero quería conservar ese instante un poco más. Tendidos en la fina hierba, con apenas una vieja manta bajo nosotros, me sentía tranquila, dichosa.

—No nos queda de otra —sonreí—, amenos que quieras que me acusen de adulterio. Dañaría el nombre de los Bustamante.

—Es imposible que esté más dañado —me besó rápidamente—, gracias a las habladurías todos saben que están en la ruina y que se mantienen gracias a ti.

Aún no sabía cómo la gente había comenzado a enterarse, aunque sospechaba un poco de Antonia de Lara. Esa mujer era muy cercana a la esposa de Malaquias, Minerva, y si bien mi administrador era un trabajador muy fiel, no era muy discreto y comentaba cualquier asunto de trabajo con su mujer. Ahora por toda la ciudad, se hablaba de como los padres de Diego estaban perdiendo su fortuna.

—No quiero seguir esperando, Victoria —me atrajo más a él—, por favor, aún es tiempo, podemos irnos a Caudentry y empezar de cero, solo tú y yo.

—Pero y...

—Sí, sé que piensas en mi hermana y que Dios me perdone, pero tenemos que pensar en lo que es mejor para nosotros. Ella lo entenderá algún día y sé que podrá perdonarnos.

Por varias noches, estuve tentada a mandar todo al demonio y huir con Rodrigo pues las oportunidades estaban siempre presentes. Pero de una u otra forma me detenía, era una cobarde.

—No te pido que nos vayamos ahora, sería muy precipitado pero piénsalo, regresaremos en cuatro noches y quizá sea el mejor momento.

Había una desesperación en su voz que me hacía pensar que realmente me amaba y quería estar a mi lado. Yo me merecía esto, mi padre siempre lo dijo, merecía a alguien que me encendiera, a mi, su flama brillante, y Rodrigo parecía ser ese alguien.

"La Guardiana del Fuego" ⚠️ Disponible Hasta El 31 De Diciembre⚠️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora