Como si hubiera alguna alarma, Jane Kippling se despertó a las cinco y media de la mañana. Con una sonrisa se apuró en ponerse la bata que la criada había dejado, como de costumbre, junto a la chimenea. Su esposo era algo conservador y la idea de la calefacción general aún no lo convencía del todo. Bajó de dos en dos las escaleras dando pequeños saltitos. Sabía que los viernes eran días de visitas y que su esposo no soportaba esas mañanas sin haber tomado una buena tasa de café.
-Buenos días, señora -la saludó la cocinera que ya se encontraba preparando el desayuno.
-Buenos días, Berta -sonrió Jane -¿Ya hirvió el agua? Sabes que al señor le gusta tomar su café bien caliente.
-Por supuesto, señora. Pero usted no debería levantarse tan temprano, yo puedo llevarle el café al señor.
-Me gusta hacerlo yo misma -le regaló una sonrisa encantadora.
La gruesa cocinera se encogió de hombros y siguió con sus labores, disponiendo la bandeja para que su joven señora pudiera llevarla a su marido. Jane se lo agradeció mientras cargaba lo que necesitaba y subía al cuarto de su esposo. Antes de entrar, se aseguró de tener la bata bien puesta y tocó la puerta para luego empujarla suavemente.
-John, querido, ya son casi un cuarto para las seis -lo despertó con una suave sacudida -te traje tu café, los Smith vendrán a las seis y media a discutir las cosas de la parroquia.
-¿Los Smith? -preguntó él, bostezando -No sé qué haría sin ti, querida, ya lo había olvidado.
-No me sorprende -rió ella suavemente -te he dejado el café en el escritorio -le indicó mientras corría las cortinas para que la luz entrara en el cuarto y terminara de despertarlo.
-Eres una maravilla -el vicario se levantó de la cama acercándose a darle un beso en la mejilla a su mujer.
-¿A que sí? -bromeó la joven -Ahora te dejo, he de cambiarme antes de desayunar. Hoy no voy a poder esperarte, los Folister querían que les hiciera una visita. Probablemente me dirán todo lo que quieren oír en el sermón del domingo.
-No dejes que te agobien.
Poco después, Jane Kippling bajaba con su habitual alegría por las escaleras, seguida de la criada que la había ayudado. Sus pasos apresurados y llenos de energía se detuvieron al ver a un hombre extrañamente encorvado, execivamente sucio y con el rostro totalmente cubierto en el vestíbulo. La cocinera, que era quien le había abierto la puerta, lo miraba con evidente desagrado.
-Dice que quiere confesarse, señora.
Jane lo miró aturdida pero le hizo unas señas a la criada para que subiera a avisar al vicario.
-Pase a la sala, por favor -dijo con cortesía, haciendo un ademán para indicarle a la peculiar figura a dónde dirigirse.
Asombrada, lo contempló retorcerse, pues su caminar se asemejaba más a eso que a un andar. A la joven se le antojó por un instante que su avansar correspondía más al de una mujer que al de un hombre, pero el cuerpo parecía indicar lo contrario.
-Quédese con ese individuo, Berta, se lo suplico -susurró Jane lanzando miradas a la sala -pero por nada del mundo cierre la puerta. Espere hasta que baje el señor. No le puedo negar el derecho de confesión a nadie, porque de lo contrario no estoy segura de que admitiría a ese ser en mi casa.
Tras esto, la señora salió de la vicaría. Caminó nerviosa al hogar de sus amigos preguntándose una y otra vez por la extraña figura. Supuso que era alguna suerte de leproso o algo similar y trató de calmarse, asegurándose de que esa era la explicación perfecta para tanto cumbrimiento. Ya casi lo había olvidado del todo al llegar a la casa de los Folister.
-¡Mi querida Jane! -la señora Folister salió corriendo de su casa al divisar a su amiga, dándole el encuentro en el caminito entre la verja y la casa.
-Antes de que lo preguntese inicies con tus sugerencias, María, no, no tengo idea de qué tratará el sermón de mañana. No pienso rebuscar entre los papeles de mi marido como me dijiste que hiciera la vez pasada. Habrás de ir a misa para enterarte -se apresuró en decir la señora Kippling.
-¡Oh cariño! -exclamó -Veo que no estás enterada de nada... ¡Ha ocurrido algo terrible!
-No me asustes, María. Cuéntamelo todo, por favor. Solo si estás en condiciones de hacerlo, claro está -dijo Jane guardando la compostura e intentado no mostrar excesivo interés que podría resultar inapropiado.
Ambas se dirigieron a la casa tomándose del brazo.
-Pronto será comidilla de todo el pueblo, así que más vale que te enteres por mi. ¡La han matado!
-¿Qué? ¿A quién?
-¡A la hija de ese panadero francés! Ese que acaba de llegar. ¡Es una desgracia!
-Verdaderamente lo es -Jane no podía ocultar el horror que sentía -era solo una criatura -se santiguó -tenía quince años ¿Qué mal puede haber hecho?
-¡Eso es lo que yo decía! ¡Eso mismo! -sonrió con satisfacción la señora Folister.
La mujer guió a su amiga al saloncito que daba al jardín y tocó la campana para que les trajeran una merienda. Poco después, las dos estaban sentadas en el sofá discutiendo el caso mientras comían unas porciones de bizcocho y tomaban una tasa de té.
-Fue veneno -le contó como en confidencia María a su joven amiga -yo creo -bajó aún más el tono de la voz -que fue arsénico. He leído mucho de ello en novelas detectivescas -comentó con cierto orgullo.
-¡Pero que cosas más crueles dices! ¿Por qué alguien querría envenenar a una niña?
-Eso es lo que no sé -hizo una mueca de fastidio.
A María Folister le gustaba estar enterada de absolutamente todo. No hacerlo, le resultaba casi insoportable. Adoraba escuchar cada historia que podía e intenteba guardar bastante bien los secretos salvo de su hermana, su esposo y su amiga Jane ante los que no ponía resistencia alguna a la hora de soltar la lengua. Relacionarse con esta última le proporcionaba un especial orgullo y placer pues sentía que cualquier cercanía al vicario del pueblo era símbolo de prestigio, por lo que disfrutaba reteniéndola en su compañía.
-¿Cuándo dices que ocurrió? -se apuró en preguntar la señora Kippling para quitarle el disgusto.
-Esta mañana. Mandé a Hanna a comprar el pan y regresó corriendo y armando grandes escándalos. Creí que se trataba de alguna tontería hasta que empezó a llorar exclamando "¡Muerta! ¡Asesinato!" Entenderás que una situación así requería mi presencia de inmediato. En la panadería encontré al pobre Monsieur Rouleau llorando y abrazando a su hija. Madame Rouleau se hallaba en su recámara descansando porque se había estado sintiendo mal. Al enterarse casi le dio un ataque. No era su hija de carne, pero se llevaban bastante bien. Salió corriendo a consolar a su esposo aunque ella misma no encontraba consuelo.
-Que tragedia más terrible. ¿Estás segura de que fue un asesinato?
-¡Por supuesto! ¡Jamás afirmaría algo falso! -la señora Kippling levantó una ceja al oír esas exclamaciones pero se abstuvo de comentar. Sin notarlo, su amiga había continuado hablando -No había símbolo de violencia alguna. El exámen médico se hará público más tarde. Al menos, para la familia. Pero sé que las criadas se enterarán y que la vieja Josie no resistirá y que la tendré narrándole todo a mi cocinera esta misma noche. Por lo tanto, confío en que antes de irme a dormir, estaré bien informada.
-Pobre Monsieur Rouleau... Iré a darle mis condolencias de camino a mi casa.
-Lo peor, es que por fuerza mayor tiene que haber sido alguien del pueblo.
Ambas se estremecieron.
-¿Sabes algo? Creo que tu marido debería hacer el sermón de mañana al respecto -inició la señora Folister su característico monólogo -quizás podría empezar diciendo que en tiempos como estos...
Como de costumbre, Jane Kippling se limitó a asentir sin oír verdaderamente lo que decía, aunque esta vez se debía a que sus pensamientos no lograban ir más hayá de la pobre Claire Rouleau.
ESTÁS LEYENDO
En la vicaría
Historical FictionComodidad, tranquilidad y alegría. En la pequeña vicaría de un pueblito inglés (1940 aprox) los Kippling no habían experimentado nada más en los meses que llevaban casados. Ambos estaban muy satisfechos con sus decisiones y la amistad y respeto que...