-Permíteme que te ayude de alguna manera, querido -Jane se apareció sonriente en la puerta del despacho de su marido.
El vicario levantó la cabeza hacia su joven esposa que lo miraba entusiasta, aún apoyada en el marco de la entrada.
-¿No ibas a visitar a los Folister?
-Prefiero quedarme contigo -contestó ella con sinceridad.
Sin poder evitarlo, John dejó escapar una pequeña sonrisa. Luego rebuscó en su escritorio buscando algo para su mujer.
-¡Ah! -exclamó al encontrar lo que deseaba -¿Me harías el favor de leer este fajo de cartas y escribirles una respuesta? Tú eres más hábil que yo en lo que respuestas corteses refiere.
-Con gusto -Jane se adelantó dando un saltito para recibir de manos del vicario el manojo.
Poco después cada uno de los esposos se encontraba sentado en un escritorio, rodeado de papeles y tinta. Cada cierto tiempo, la señora Kippling detenía su labor para preguntarle a su esposo si estaba interesado en tal o cual invitación o qué fecha se le hacía más conveniente para luego apuntar los encuentros en una agenda. Otras veces en cambio, ambos levantaban la mirada para intercambiar una muy leve sonrisa. Unas horas más tarde Jane se levantó para dar algunos pasos y desentumecer los músculos.
-¿Quisieras té? Voy a pedirle a Gwen que me traiga una taza.
El vicario levantó una mano pidiéndole un instante de silencio e indicándole que estaba a la mitad de un asunto importante. Unos minutos después firmó los papeles que tenía en el momento en la mano y se dirigió a su esposa.
-Dime, querida.
-¿Deseas té? -preguntó ella pacientemente.
-Sí, por favor. Has el favor de llamar a Gwen.
-En este instante -sonrió la joven saliendo a paso ligero de la habitación.
Soltando un suspiro, John se apoyó contra el respaldar de su silla y se frotó la frente intentando relajarse. Pesadamente se puso de pie y soltando un suave quejido al sentir sus piernas dormidas, se acercó a la mesa en la que Jane había estada trabajando. Sorprendido, descubrió un grupo de cartas arrugadas a un lado. Conciente de que no era costumbre de su mujer tratar así a papel alguno, tomó uno en sus manos y deshizo la pequeña bolita para poder estirar la carta. A las pocas líneas pudo adivinar el contenido del resto de la misiva. Alguna persona nerviosa con la presencia de la policía y de un posible asesino en el pueblo le rogaba su colaboración. El vicario adivinó rápidamente que todas las cartas arrugadas debían tener un contenido similar. A sus espaldas oyó un murmuro decepcionado.
-Perdóname, John. Era mi intención botarlas antes de que las vieras.
-No te preocupes. pequeña. Era de esperarse -replicó él sin girarse.
Jane dejó la bandeja sobre una mesita para seguidamente ponerse a servir el té.
-Traje un poco de pastas por si te provocaban.
-Estarán bien, gracias.
El vicario se sentó en uno de los sillones junto a la mesita agradeciéndole con una inclinación de cabeza cuando su esposa le tendió una taza de té.
-John... -empezó a hablar dudosa Jane mientras cogía la otra taza y tomaba lugar en el sillón que se encontraba frente al de su marido.
-Tú tampoco entiendes mi desición ¿verdad? -adivinó rápidamente el vicario.
-Yo siempre te apoyaré, querido. Pero debo admitir que no te comprendo y en estas circunstancias, me cuesta hacerlo.
-Lo lamento. Sin embargo, no puedo decir nada.
-¿Ni a mi? -lo miró intrigada.
-Lo lamento -repitió el párroco tomando un sorbo de su té -está muy bueno ¿Cuál es?-preguntó intentando cambiar de tema.
-Es el té que la señora Camptel nos trajo de China. He usado poco para guardar lo demás para una ocación importante, pero quise probar un poco antes de arriesgarme a servirlo ante invitados.
-¿Nosotros somos, entonces, conejillos de indias? -sonrió su esposo.
-Podría decirse. Mas no intentes cambiarme de tema, John.
Jane se puso de pie para diriirse a la puerta. Una vez que se cercioró que no había nadie cerca, volvió a sentarse.
-A mi no me engañas -le dijo a su marido -tú sabes quién fue el asesino. Estoy convencida que fue ese harapiento que vino el otro día a la casa. El joven Tom no es un mentiroso. Le creo en el asunto de la sombra. Ese ser estuvo en nuestre mismísima casa. Nada ni nadie me saca de la cabeza que reveló ante ti su identidad. ¿Quién era, John? ¿Por qué no lo denuncias? ¡Es un asesino!
-No diré nada. Mis labios están sellados en lo que al asunto de la joven Rouleau respecta. Lo sabes bien, Jane -replicó el vicario con cierta severidad.
-Sé honesto conmigo, por favor -rogó la joven.
Su esposo dejó la taza a un lado, sin hacer ruido alguno. Su mirada rehuyó la de la señora Kippling y se perdió en el jardín que se podía apreciar a través del enorme ventanal que, tras el escritorio, permitía la entrada de abundante luz a la habitación.
-John... -suplicó de nuevo Jane en un susurro.
Nada.
-¿Por qué vino a nuestra casa? Vino a verse explícitamente contigo. ¿Te pidió protección? ¿Se la diste acaso?
Al no obtener respuesta alguna de su esposo, Jane Kippling empezó a contestarse sola.
-No, claro que no. Jamás le darías amparo a un ser así. Aunque si no supieras que era un asesino y le prometiste tu amparo... Pero sí lo supiste ¿no es así, John?
El vicario se negó a mirar a su mujer temiendo flaquear en su voluntad de guardar silencio.
-Ni siquiera sé cómo dejé entrar a un ser así en mi casa -balbuceó frunciendo el ceño la joven.
De pronto un recuerdo llegó a su mente y su expresión cambió súbitamente por la sorpresa. Rápidamente dejó su taza de lado y se lanzó de rodillas ante su esposo forzándola a mirarla.
-Vino a confesarse -le dijo eufórica -¡Vino a confesarse, John! ¡Por eso no le negué entrada! ¡Vino a confesarse! ¡Por eso no dices palabra alguna! ¡Por eso te has encerrado en ese silencio! ¡Le debes el secreto de confesión!
Asombrado de su mujer, el vicario le regaló una sonrisa cargada de orgullo. En sus ojos se adivinaba también el alivio de que alguien hubiera descubierto su secreto.
-¡Oh, John! -rió Jane también sintiendo un peso enorme abandonar su pecho -¡Yo sabía que tú no tenías absolutamente nada que ver con el horrible asunto! Al fin podremos aclararle esto a todos, querido.
Ni bien oyó esas palabras, el señor Kippling abrió los ojos aterrado y sujetó firmemente a la joven de la muñeca.
-Eso no, Jane. Imposible.
-Pero...
-Si permito eso sería casi como romper el secreto de confesión que le debo a todos los feligreses. Imposible. No tengo derecho alguno de divulgar que he confesado a alguien pues sería señalarlo de pecador. Todos lo somos en mayor o menor medida y nadie tiene derecho de señalar a nadie. No... yo no puedo decir nada. Tampoco he de permitir que tu lo hagas. Me alegra que tú sepas los motivos de mi silencio pues así no tendrás motivos para dudar de mí, pero nadie más ha de saberlos por mucho que lo desee.
-Yo jamás dudé de ti -replicó su esposa con lágrimas en los ojos.
-Algún remordimiento habías de tener, pequeña -susurró cariñosamente el vicario ayudándola a ponerse de pie -pero has de prometerme que no dirás palabra a nadie.
-Lo prometo, John. Muy a mi pesar, te lo prometo.
Él le dedicó una pequeña sonrisa de satisfacción antes de abrazarla y plantarle un beso en la frente.
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En la vicaría
Historical FictionComodidad, tranquilidad y alegría. En la pequeña vicaría de un pueblito inglés (1940 aprox) los Kippling no habían experimentado nada más en los meses que llevaban casados. Ambos estaban muy satisfechos con sus decisiones y la amistad y respeto que...