30: Aquí estoy

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Polanco, delegación Miguel Hidalgo. 9:30 a.m

Que fácil era tener mediadores con el fin de transmitir mensajes. Bastaba con pagar un par de miles de pesos y cualquiera se ponía al servicio de otro.

La premura económica que imperaba en el país era tan grande que a casi nadie no le venía mal ganar tanto en un solo día por la ejecución de labores sencillas que muchas veces distaban de ser legales o morales. A él la supervisión de la tarea lo mantenía al tanto, sentado en la cafetería que daba la cara al edificio donde vivía Bárbara.

Dos horas atrás se contactó con su mensajero: un chico recién salido de la adolescencia que había conocido en un bar cerca del barrio bravo de Tepito. Unas cuantas cervezas y fingir interesarse en la vida disfuncional y llena de carencias de este fueron suficientes aquella noche para tenerlo a su disposición cuando fuese necesario.

En su ubicación lo vio entrar a la torre departamental, con un paquete preparado a días de distancia. Desde que observó a Bárbara divirtiéndose y pasando de él durante la noche mexicana tuvo poco tiempo para pensar y mucho por hacer, ya que también tenía una vida propia en la cual se veía obligado a guardar un perfil bajo ante el mundo y por supuesto, ante la mujer de sus sueños.

Estimaba que la entrega no se extendería más allá de diez minutos, se sabía la rutina de las hermanas Urdapilleta de memoria. La mayor era aficionada a seguir un horario mientras que la menor tendía a improvisar, carente de responsabilidad. Por la hora conocía que Irene permanecía en el inmueble, siendo inactiva antes del medio día.

Ella recibiría la correspondencia, sería un peldaño para ahondar de lleno en lo recóndito de su amor, quien se negaba a entregarle su ser. Disfrutar de su precioso y perfecto cuerpo ya no le era suficiente, ansiaba que toda ella le perteneciese, que se alejase de los otros siendo solo ellos dos los únicos de su mundo sin obstáculos ni a destiempo.

Esa mañana más que nunca se sentía con la total seguridad de lograrlo.

Vio al joven volver con ausencia del paquete, la entrega parecía ser un hecho. Este cruzó la calle y se dirigió a él, con una sonrisa socarrona.

—Hecho jefe. —le dijo, haciendo evidente las ganas que tenía de recibir su recompensa. —Me recibió el paquete una tal Irene, que se carga el mejor par de nalgas que he visto en mi vida. —se saboreó humedeciendo sus labios en un modo desagradable. —Un poco más y me la nalgueo, porque se le nota que no se hace del rogar la muy mamacita.

No le sorprendió la apreciación. Ni se inmutó.
La Urdapilleta menor a su parecer carecía de valor alguno como para guardársele respeto. Que despertara la lascivia de cualquiera le tenía sin cuidado. Queriendo finalizar el encuentro sacó del interior de su chaqueta un pequeño sobre amarillo y se lo extendió encima de la mesa que ocupaba.

—Como acordamos. —respondió serio sin intención de continuar con la apreciación vulgar. —Puedes confirmar si quieres.

—Confío en usted. Como dice el dicho: cuentas claras, amistades largas. —el joven desapareció el sobre en uno de los bolsillos de sus deslavados pantalones de mezclilla. —¿Algo más que pueda hacer? —cuestionó.

Su intuición se puso en alerta. Presentía que el ofrecimiento tenía una intención oculta. La apreciación vulgar no podía ser hecho de la casualidad, el mandadero parecía haber quedado prendado de Irene y su físico. No pretendía que la entrega se volviese un punto de riesgo innecesario que pudiese joder de lleno sus planes y anonimato. Debía de persuadirlo a desistir y aunque detestara a Irene, cuidar de ella.

—No, vete. Toma el primer taxi, metrobús, microbús o lo que sea pero piérdete. El departamento a donde fuiste es de cuidado. —dijo con naturalidad, provocando cierta sorpresa e incomodidad en su improvisado mensajero.—Te llamaré cuando sea necesario. Por supuesto, siempre y cuando estés dispuesto.

Una gota de frío sudor recorrió la morena piel del muchacho. ¿Qué planeaba aquel hombre que acababa de darle más del salario mínimo en un solo instante? Mejor ni preguntar.

—Ok, como quiera. —contestó extrañado por la respuesta. —Ya sabe donde contactarme ¿Verdad?

—Sí. Puedes irte. —ordenó con ligera agresividad.

—Bueno...adiós. —se despidió sin obtener respuesta, alejándose de la cafetería.

No le quitó la vista de encima hasta que lo vio desaparecer varias cuadras adelante. Por precaución se quedaría otra hora cuidando que nada perturbara la paz de su amada. Sentía que el amor inmenso que le tenía implicaba también hacer cosas que odiaba, pero necesarias. El sería recompensado.

Alguien que te quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora