Rabietas de Princesa

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El espectáculo público que el estratega y la princesa de Suna habían montado en plena calle había atraído a varios curiosos en cuestión de minutos y, junto a ellos, los murmullos, comentarios y especulaciones no se hicieron esperar. Todos querían ver quién era el hombre que tan insolentemente había besado a Temari y sobrevivido para contarlo.

—No hay nada que ver aquí —exclamaba Yukata, intentando deshacerse de los shinobis que observaban la situación.

—Vuelvan a casa por favor —le solicitaba amablemente Yakumo a los niños.

—Circulen —ordenaba Maki a los civiles, señalizando con las manos los caminos posibles para llevar a cabo tal acción, como si fuera una inspectora de tránsito.

Temari se sonrojó por la presencia de espectadores, más tenía asuntos más importantes frente a ella, literalmente. Sabía que era imperioso apartarse de la vía pública de inmediato. No obstante, los interrogantes no dejaban de surgir y, para empeorar las cosas, Shikamaru había reemplazado su rígida mirada por una expresión cálida que comenzaba a conmoverla.

—Te sienta bien el cambio, problemática —acotó el Nara, dirigiendo su tierna mirada a los aros que ahora pertenecían a la Sabaku No.

—Tú te ves... espantoso, ¿qué demonios te pasó? —cuestionó Temari, observando el demacrado aspecto general del domador de sombras, prestando especial atención a las ojeras bajo sus ojos.

—Tsk, hace dos días que no duermo mujer. ¿Qué cara esperabas que tuviera? —inquirió el shinobi de la Hoja, cruzándose de brazos con marcada molestia.

Ciertamente, eso era lo último que él esperaba escuchar cuando la viera. Además, estaba enojado y no es que lo hubiese olvidado, sino que había decidido postergar esa discusión para otro momento, cuando ambos se encontraran a solas y en un lugar más íntimo.

¡¿Hizo el camino de Konoha a Suna en sólo dos días?! —se preguntó la embajadora, asombrada de que así fuese. Se trataba de un esfuerzo físico muy grande, y sólo podría estar sustentado por una gran determinación viniendo de un perezoso como lo era Shikamaru.

—En todo caso, ¿qué rayos haces aquí? —indagó la jōnin de Suna, sabiendo que nadie viaja tan apresuradamente para realizar una mera visita personal.

—¿Qué no es obvio? Vine a enseñarte a jugar Shōgi, entre otras cosas —reveló el estratega, recordándole que había prometido hacerlo y, limitándose a exteriorizar sólo esa información, se sintió un poco acosado por las escrutiñadoras miradas de los presentes.

—Me parece buena idea —intervino Yakumo, tomándolos a ambos desde las muñecas— ¿Por qué no vamos al palacio del Kazekage? —incitó, arrastrándolos con una sonrisa nerviosa en los labios. Ella sabía que el espectáculo público que el shinobi había montado no haría otra cosa más que atraer a más y más chismosos, por lo que utilizó aquella conveniente excusa para sacarlos de la vía pública—. Creo que hay un tablero allí, en alguna parte.

Maki y Yukata se quedaron atrás para impedir que Shikamaru y Temari fuesen seguidos por fisgones indiscretos. Por su parte, la Kurama los acompañó hasta la entrada del palacio del Kazekage, donde se separó de ellos para retrasar tanto como pudiese a los shinobis que llegaban secuencialmente al edificio, con el propósito de informar a Gaara sobre lo ocurrido.

Se molestará si se entera de lo que pasó. Le tiene mucho cariño a su hermana y, por eso mismo, no creo que pueda soportar este tipo de noticias —pensaba Yakumo mientras intentaba evitar que cualquier persona se acercara al despacho del Kazekage con excusas triviales.

Shikamaru fue conducido por Temari hasta la oficina de esta última sin mediar palabras. Una vez que ambos se encontraron dentro, el shinobi dejó de contenerse y liberó toda su frustración.

Viento de AgostoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora