꧁༒☬17☬༒꧂

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—Salías de un templo un día, llorona, cuando al pasar yo te vi –cantaba ella, buscando entre los discos algo que pudiera ponerle a Hipo–

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—Salías de un templo un día, llorona, cuando al pasar yo te vi –cantaba ella, buscando entre los discos algo que pudiera ponerle a Hipo–. Salías de un templo un día –agudizó su voz– llorona, cuando al pasar, yo te vi. Hermoso huipíl –arrastró las vocales, con el tono de voz más agudo que sus cuerdas le permitió– llevabas llorona que la... Virgen te creí —sacó un disco de vinilo con mucho cuidado de no dañarlo. Lo puso sobre la cama, tomó el tocadiscos y junto con el disco y el muñeco salieron de la sala de música.

Caminó hasta la habitación de Hipo, dejó al muñeco en la cama, conectó el aparato, sacó del sobre de cartón y lo colocó, presionó un botón y puso la aguja suavemente. De inmediato la música sonó, a un volumen alto.

Se acercó al ropero y buscó ropa que protegiera al muñeco del clima húmedo y lodoso de allá afuera. Al final optó por una chaqueta negra, unos pequeños pantalones de lluvia y botas impermeables.

—Hoy será un buen día —gritó Elsa, con tono alegre y tierno.

Conocer la historia de Hipo un poquito más a fondo la hizo pensar en lo mucho que los señores Haddock sufrieron. En lo que el pequeño había sentido en sus últimos momentos de vida, pensó en que quizás el espíritu del Hipo real se había quedado atrapado en el muñeco gracias a la trágica muerte que había tenido.

Ella era su niñera. Y era su deber cuidarlo, daría todo de sí para que ese niño sintiera amor. Aunque estuviera en otra vida y en otra forma.

Lo tomó entre sus manos y se dirigieron a la cocina, aún con la música encendida. Sonata 13 de Bethoveen.

—Haremos limpieza de plagas —abrió uno de los estantes de la cocina y tomó un paquete. De ahí sacó una bolsa de basura grande y negra.

[...]

—Esto es todo lo que encontré que pudiera ser educativo entre mis revistas, a no ser que quieras saber la vida de los cantantes de reggaeton –alzó un libro de pasta azul. Se dio cuenta de lo que había dicho anteriormente y rió, negando con la cabeza divertida. Abrió el libro y leyó el índice, algo captó su atención y con rapidez pasaba de página en página–. ¡Oh, mira! Una leyenda, adoro las leyendas —se sentó en la cama y atrajo más al muñeco a su lado, simulando así que ambos veían el libro.

Tras los muros, alguien escuchaba atento a lo que sucedía, primeramente porque era su hora de lectura.

Vivía en una región cercana a la costa, un matrimonio bien avenido, pero al cual los dioses no habían favorecido con hijos, por lo que los ruegos e imploraciones de la pareja eran constantes –se detuvo un momento, y se le vino a la mente que la misma situación la vivieron sus jefes. Sintió una pesadez en su pecho y agitó su cabeza, ordenando sus pensamientos. No podía distraerse de su labor–. Cuando la edad de esta pareja ya era algo avanzada, los dioses accedieron a sus ruegos, concediéndoles por los años de espera a unos gemelos: Balán y Sibón, tan parecidos físicamente como dos gotas de agua. Con el correr de los tiempos los gemelos fueron creciendo, aprendiendo las labores del campo. Si bien seguían siendo físicamente idénticos, desarrollaron formas de ser muy diferentes uno del otro.

No supo en qué momento de la historia se quedó dormida. Sólo sintió calidez sobre su cuerpo. La porcelana fría tocaba su rostro, y finas caricias le fueron otorgadas, sobre todo en los labios.

¡¿Qué?!

Se levantó asustada, no había luz del día en su habitación y sentía que el corazón se le escaparía del pecho.

Buscó con sus manos el muñeco que se suponía descansaba a un lado. Le aterrorizó no encontrarlo.

—¿Dónde estás? —susurró Elsa, al borde de las lágrimas.

No podía ver nada en la espesa oscuridad que cubría a su habitación, así que cuando escuchó la puerta abrirse, y vio como los rayos de la luz del pasillo se asomaban al cuarto no dudó en saltar fuera de la cama y abrir por completo la puerta.

—¡Hipo! –chilló, abriendo todas las puertas que habían en el pasillo, no encontraba nada–. ¡Hipo, ¿dónde estás?!

Buscó en la habitación del muñeco. En la sala de música, incluso en el baño, pero simplemente no aparecía.

Ya lo perdiste.

Bajó las escaleras con rapidez. La frente le sudaba frío y las manos le temblaban.

Corrió a la cocina, y ahí lo vio.

Estaba sentado en una de las sillas del comedor. Con la hoja de reglas, una resaltada más que las demás.

4. Alimentarlo.

Rió Elsa, abanicándose aire con las manos mientras dejaba escapar sollozos.
Ella tenía razón. El muñeco estaba vivo. Ahora todo encajaba, la voz de un niño, que desaparecieran sus cosas, el ladrón de sus zapatos. Ya todo lo entendía.

Se limpió las lágrimas con la manga de su suéter y caminó con lentitud hacia el teléfono de la cocina.

¿Elsa? ¿Qué pasa? —contestó Tadashi, con voz adormilada.

—Hipo está vivo —susurró ella, viendo al muñeco.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Me quedé dormida en mi cama, con él a mi lado. Algo me despertó y había desaparecido —su tono ya no sonaba asustadizo, más bien afable, calmada, como si todo aquello fuera normal.

—¡¿Qué?! ¡¿Alguien se metió a la mansión?! ¡Refúgiate, ahora mismo salgo! —ésta lo interrumpió.

—¡No, no, no! Hipo, el pequeño niño, está en el cuerpo del muñeco. ¡Él vive ahí! Ahora está en la mesa, esperando a que le cocine la cena –rió con nerviosismo–. Él se había llevado mis zapatos el primer día, él me encerró y él me trajo el postre. Siempre fue Hipo, Valka tenía razón, es un niño muy travieso.

N-no lo entiendo. Elsa, ¿estás segura que no lo dejaste en la cocina desde un principio?

—Tengo que irme, está hambriento y no sé qué travesura haga si no le doy la cena.

La llamada se cortó.

Eʅ Nιñσ IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora