15. Deed and War

45 12 0
                                    


Era difícil para Austria darse cuenta lo diferente que se tornó su vida con la llegada de Hungría e Italia a su casa. Aunque en el caso de su esposa, ella más bien fungía de compañera, más que un territorio subordinado.

Aunque de algo sí era consiente, desde hace siglos no se sentía tan contento; pues, (como lo fue con Suiza), ahora se rodeaba de cariño, y él se sentía jubiloso de poder corresponder de forma similar. Casi como si su soledad germinara como el brote de las consideradas inmortales edelweiss. Había madurado, y sin duda cambiado para fortalecerse, favoreciendo sus talentos naturales, en vez de querer forzar otras actividades que pocos frutos daban.

En cada casa importante de Europa, en cada linaje influyente y longevo, se había instaurado, o estaba inmiscuyéndose, alguien de la casa de Habsburgo, que vio en el don político de Roderich para buscar oportunidad de uniones, el camino para una prospera época de poder y expansión.
Hungría era su amiga, más que su aliada, y honestamente, no esperó que alguien le tendiera la mano; no después de ver la traición a la disposición de Antonio a quererle con su imperecedera nostalgia de los recuerdos, esos tan lejanos y al otro lado de los Alpes.

Elizabeta era amable, sorprendentemente gallarda y asertiva en batalla; el poder militar, la fuerza al desenvainar espada o arma que le faltaba a Roderich, la húngara las desplegaba con envidiable facilidad, equilibrando la balanza de sus papeles en el imperio.

Roderich era la palabra, la influencia; Elizabeta la espada, la ortiga que sus enemigos tendrían que pisar. No obstante, el austríaco debió haberlo notado antes: por más que portara el poderío militar con más notoriedad que las filas austriacas, a su esposa poco mérito se le daba.

Mujer condenada a su estampa, era como comenzaba a sentirse Hungría, pues los planes, las decisiones, y las victorias terminaban siempre discutiéndose con Austria en el centro.

Elizabetha se sentía desmeritada, y a veces agobiada teniendo que encargarse del campo de batalla en lugar de Austria, que se quedaba tras mesas llenas de planos. Se sentía sola; Roderich tampoco tuvo el valor de herir su orgullo contándole sus limitantes físicas, como sus piernas susceptibles a dolencias en condiciones adversas, producto eterno de su muerte.

—¡Por una vez, si necesitas que te enseñe a sostener un arma…! —ofreció Hungría agotada, dejando que sus inquietudes permearan tras una interminable junta con sus jefes. Roderich que sentía la inconformidad de su esposa, le sostuvo las manos suavemente.

—Tú eres excepcional en batalla; no debes molestarte con eso, sé lo indispensable que eres al estar al frente de las filas con tu experiencia —La consolaba, esperando aliviar su rabia; quizás, ansiando que lo perdonara, aunque al final ella terminaba con una mueca de sus labios, con un silencio lleno de reproches que disimulaba finalmente con una sonrisa.

No era extraño que Hungría buscara la reconfortante compañía y dulzura de Italia. La pequeña nación aún mantenía su nobleza, y deseo de preocuparse sin reticencias por quienes estimaba.

—Es una mala idea la visita —le dijo Hungría cuando le contó del plan de los archiduques de ir a visitar Sarajevo como amigable gesto político, con una guardia más liviana.

—Lo sé, pero así lo han decidido —comentó Roderich mirando la tarta casi intacta de la mujer.

—¿Les comentaste mis informes? Rusia ha estado bastante inmiscuido en asuntos externos, especialmente con Serbia —agregó ella. Roderich asintió, él también estaba preocupado—. No me dijeron nada, también le hice énfasis en la postura de Serbia, pero…

Hungría mordió sus labios, y  comió un bocado de la tarta preparada por Austria.

Elizabeta se sentía aplastada por una presión enorme, que le exigía mantener su ejército en óptimas condiciones, y al mismo tiempo, relegada con respecto a su papel en el imperio; las buenas relaciones, cada vez más dominantes, con sus vecinos Prusia y Alemania no hacían más que producir un mero malestar.

Por supuesto, las especulaciones de ambos se hicieron realidad: la noticia del atentado de Sarajevo se esparció como pólvora, y avivó el fuego oculto en las inquietudes y resentimientos ya existentes de Europa.

—¡Por supuesto, esto era una excusa! —exclamó Elizabeta, al ver la impetuosa prepotencia de los jefes de Roderich al lanzar contra Rusia una declaración de guerra.

—Serbia mostró una fuerte negativa en compensar nuestras exigencias —intentó defender, aunque Elizabeta sabía que las acciones de sus jefes nada más buscaban un pretexto para resolver los conflictos de manera más determinante.

—Rusia ahora está en su juego de ajedrez, ya no podemos simplemente aparecer y aceptar la oferta de compensación de Serbia —comentó Hungría todavía irritada, aunque su expresión dejaba entrever una incertidumbre—. ¿No es verdad?

Roderich guardó silencio—: Estamos en guerra, en conclusión. Retractarnos de nuestras declaraciones sería una estrategia política de vulnerabilidad.

—Lo sé —suspiró ella—. Aun así, dejar que Alemania lleve las cosas de esta manera, nos hace parecer unos atenidos y cobardes de cualquier forma.

Cuando las batallas comenzaron, las estrategias militares fueron llevadas de mano de Hungría, con el correspondiente análisis y planificación de Austria. Eran una peculiar dupla, eficiente en términos generales, aunque sobrepasados por el poder Alemán y Prusiano.

Por supuesto, las frustraciones pasadas se apilaron con el disgusto presente. Austria se veía atado a las decisiones de las otras naciones germanas, y Hungría comenzaba a impacientarse (¿Qué caso había tenido su activo apoyo en las decisiones del Imperio si iba a ser como un actor secundario?).

—Roderich, entiendo tu invaluable posición como nuestro estratega; pero, también necesito que te involucres conmigo en las batallas, no pueden seguir pensando que actuamos por separado —pidió ella, agotada una noche, murmurando con extraña suavidad a su lado, mientras observaban la chimenea de su habitación—. A estas alturas, creen que seguimos las órdenes de Prusia y Alemania. Y no sé si has escuchado: se comienza a hablar de que existen problemas en nuestra unión… No me gusta eso —confesó ella con una sonrisa tensa.

Él le tomó suavemente de las manos, dándole un gentil apretón para mostrarle que estaría a su lado (y si se hubiera puesto a escarbar en sus recuerdos, habría visto que cierta nación de mirar esmeralda lo hizo de igual forma).

Roderich comenzó a presentarse en el campo de batalla, aunque sus éxitos fueron cuestionables, y no cambiaron el curso evidente de la forma en que ese conflicto concluiría. En plena disputa, se vio, a veces, enfrentado a los recuerdos de Basch al pensar en todas sus enseñanzas para moverse en combate; al final, su amigo, fue el primero que le hizo tomar la espada con firmeza, que le ayudó a aprender a defenderse.
Era por demás extraño, tristísimo sin duda, cómo las acciones de Basch volvían en memorias; cómo todo lo que vivió al otro lado de los Alpes todavía era importante (era doloroso saberse todavía protegido por manos ausentes, que traicionó una vez).
Esa noche, incapaz de dormir, salió de la habitación y decidió dar un paseo por su jardín personal, esa primorosa y oculta parcela de edelweiss.
Con el frio de la noche, pensó: ¿Qué habrá pasado con la última carta que entregó con desespero para decirle todo lo que le pasaba a Basch? Tal vez fue lanzada al fuego de una chimenea, lo más probable, considerando toda la hiel que se destilaba de la última misiva que recibió del suizo.
Tal vez su última carta no eran más que cenizas ya desintegradas en el tiempo; tal como él sintió el fuego acariciar sus manos temblorosas con cientos de misivas que quiso incinerar, pero, que fue cobarde de perder.
El pasado, volvió a ser enterrado cuando subió a dormir.
No obstante, (a veces) cuando se distraía; a veces, cuando soñaba: Roderich extrañaba, aún se aferraba, pues los afectos se mantenían indemnes, aunque relegados con maestría.

Snow flowers bloom with eternity [SwissAus | Edelweiss] [Hetalia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora