AÑO NUEVO

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19:30



Me acerco a la pequeña mesa decorada con flores y frutas; parece que han trasladado todo un huerto aquí. Cada año colocan la mejor cosecha entre las mesas. Esta mesa en particular exhibe unas frutas tan regordetas que dan la impresión de ser de porcelana, como esas que las abuelas suelen ubicar en el centro de la mesa para darle un toque más elegante a su decoración. Sin embargo, a diferencia de aquellas, estas frutas sí son reales, pero tienen un brillo tan exuberante que no provoca ni tocarlas.

Tomo un vaso y me sirvo un poco de ponche. Desde una esquina del salón, mi padre me guiña un ojo. Sé que está agradecido de que esté aquí. Me hace señas de que irá al otro salón hasta que comience la celebración. Le doy un sorbo a mi bebida e inmediatamente me siento incómoda, como si mi subconsciente detectara la soledad de forma inmediata. Todas las personas me observan como a un bicho raro, como a un insecto que en cualquier momento será pisoteado, aplastado y expulsado del lugar. Es probable que solo sea mi conciencia haciéndome sentir tan expuesta e incómoda por la cantidad de personas que hay aquí. Desde muy pequeña me inquietaba estar en medio de tantas personas sola; odiaba salir al recreo escolar. Solía sentarme en una pequeña parte de la banca de madera mientras acomodaba mi desayuno a mi lado. Mis amigas de clase se sentaban dos espacios más lejos para hablar de labiales y esmalte de uñas. Recuerdo la forma en que me miraban y también solía imaginar lo que pensaban de mí en ese momento: "La solitaria", "la rara", "la niña sin amigos". No es como si esas palabras realmente salieran de sus bocas, pero sus miradas de pena me hacían sentir aún más aislada. Muy seguido me preguntaba: ¿Cómo se consigue un amigo? ¿Cómo dejo de verme tan sola? Supongo que justo ahora me siento como esa niña de ocho años intentando esquivar la soledad, por lo que decido ir a hacerle compañía a mi papá.

Entro al otro salón, que está decorado con pequeñas banderas de Israel y tiras de colores blanco y azul. Hay una pequeña tarima donde un grupo musical se está acomodando y un soporte para la Biblia.

—Por aquí, cariño —me llama mi Aba.

Dirijo la mirada hacia él, que está sentado casi a la mitad del salón.

Un chico de cabello negro azabache, ligeramente ondulado, ojos grandes y hundidos, cejas gruesas y piel blanca como la leche, está sentado justo detrás de mi padre. Luce elegante. Me quedo unos segundos observándolo y trago saliva. Él sonríe a la persona que está a su lado; sin embargo, siento que es la segunda sonrisa más bonita del mundo.

—Cariño —vuelve a llamarme mi papá—, te he guardado un puesto.

Vuelvo mi mirada hacia mi padre, que da golpecitos en la silla de al lado. A medida que me acerco, el chico me echa una mirada rápida y vuelve a su conversación con la chica que está a su lado.

Me acomodo en el asiento, mientras veo de reojo al muchacho que conversa con tanto entusiasmo sobre cierta película que se estrenó hace apenas unas semanas.

Su voz suena divertida y alegre. Podría decir que le encanta el cine, porque no deja de hablar de ello, como si fuera algo de vida o muerte. Eleva su voz en ciertas partes para darle más énfasis.

Su forma de apasionarse por cosas tan aparentemente triviales hace que me sienta aún más atraída por él. Podría escucharlo hablar durante horas sobre esa película y no me molestaría; creo que terminaría apasionándome también.

Quito esa idea de mi cabeza, lo que hace que me sienta un poco triste, ya que dudo mucho que él algún día me hable de sus pasiones. No soy más que la chica a la que nadie quiere acercarse.

Bajo la cabeza y suspiro con decepción.

—¿Qué sucede, cariño? —dice mi papá, acomodándose la corbata azul. Me mira—. Pareces algo decepcionada. ¿Te has aburrido?

De Enero a DiciembreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora