I. Del mentir a un novio y el chico nuevo

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El auto estacionó frente a una casa de fachada celeste, con un pequeño jardín sin cerca y pasto verde. Un suspiro escapó de los labios del ojiazul, desabrochando su cinturón de seguridad y también el del azabache a su lado. El asiático sonrió y se inclinó para poder despedirse de su novio con un casto beso en los labios.

—¿Estás seguro que no quieres que pase contigo? —preguntó con dulzura.

—No, James, sabes que a mi tía no le gusta que lleve amigos a la casa.

—Pero yo soy tu novio —el castaño hizo un puchero.

—Con mayor razón —sonrió—. Aún le cuesta aceptarlo, es mayor, hay que darle tiempo.

El de ojos azul petroleo suspiró.

Keith observó los ojos de su novio, sus penetrantes ojos oscuros nunca le llamaron la atención, aunque sabía que habían personas que suspiraban por ellos. Según él, le faltaba vida a su mirada.

—Está bien —aceptó con resignación—. Pero cuando quiera conocer al futuro esposo de su sobrino, sólo dime y llego volando.

El coreano rió ligeramente.

—De acuerdo —estuvo a punto de abrir la puerta del auto cuando el chico volvió a hablar.

—Y —agregó—, muero de ganas de conocer a tus padres, lo sabes, ¿no?

Esta vez fue el turno del menor de suspirar.

—Si, James, lo sé. Me lo repites cada vez que lo recuerdas.

Dicho esto, bajó del auto de su novio y se encaminó a la entrada de la casa frente a él. Sacó un juego de llaves y cuando escuchó que el auto ya había arrancado, disimuladamente devolvió las llaves a su mochila y se alejó de aquella pintoresca casa.

Muy en su interior, realmente anhelaba vivir ahí...

Cruzó la calle, en dirección a un parque que había en ese tranquilo suburbio, el cual era el inicio de un gran bosque al cual nadie iba.

Keith pensaba que era un desperdicio de naturaleza, tanto espacio libre, aire fresco, bellos paisajes y abundante sombra en tiempos calurosos, y las personas aun así preferían ir a la ciudad.

Se adentro en el bosque, inspiró profundamente el fresco oxígeno sin importarle que su nariz doliera por el frío y siguió su marcha entre la nieve digna de la época. El invierno estaba por llegar y el frío calaba ya sus huesos atravesando las gruesas prendas que usaba.

Exhaló sonoramente y el vaho hizo una pequeña nube blanquecina que se disipó con algo de dificultad.

Retomó su camino, ya muy conocido, al interior de aquel solitario bosque.

Luego de quince minutos de caminata, en el que su única compañía era la música que escuchaba a través de sus audífonos, logró divisar una pequeña estructura de madera, con vitrales de colores sin formas específicas.

Terminó su caminata, ingresando a aquella estructura, la que antiguamente había sido una parroquia. Muy, muy en el pasado.

En el suelo del lugar, dónde se suponía irían las bancas —si hubieran—, había un colchón algo maltratado, el lugar también contaba con una mesa de plástico y una silla del mismo material, así como un mueble que rescató de la habitación en el que se suponía el cura se preparaba para las misas, donde guardaba su ropa y un calefactor. Extrañamente el lugar contaba con electricidad.

El lugar era tan sencillo, que rayaba en lo pobre, aunque el pelinegro recibía constantemente dinero de su progenitora, aunque ese mísero abono con el que se suponía debía pagar su instituto, así como los gastos de este mismo, al igual que la luz y el agua en su antiguo hogar, no eran suficientes para pagarse un hogar más decente en aquel simple pueblo.

Mentirosos [Klance]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora