I.

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¿De qué me sirve la vida si lo he perdido todo? ¿De qué me sirve cada amanecer si con ello carece de esperanza? ¿Cómo es que la vida me arrebata todo aquello por lo que peleo? ¿Por qué debería seguir luchando? Tal vez, este sea mi destino; tal vez, así debería dejarlo ser.

Jacob dejó caer pesadamente su cuerpo en medio del camino, abandonando cualquier atisbo de esperanza.

Te extraño. Extraño el color de tu sonrisa y la bondad de tu ser. Mis días son grises y vacíos sin ti...

Los latidos de su corazón comenzaron a ralentizarse al ritmo de su respiración, se preparaba para ese gran sueño del que todos hablan, pero del que pocos conocen. Una parte de su mente tomó consciencia de sí misma, como de alguien que ve su cuerpo por fuera a la distancia. Pudo percibir su piel sangrante y lacerada por el contacto con la arena árida; lo tenso de sus músculos desgarrados; el fuego abrasador de cada una de sus células por falta de agua. Su cuerpo luchaba por sobrevivir; pero era su alma quien estaba muerta. Jacob cerró cansinamente los ojos entregándose sin renuencia al abrazo de la oscuridad.

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El follaje de los árboles comenzaban a cubrirse de una tonalidad de marrones y rojizos. La humedad del suelo se evaporaba creando diminutas partículas de agua en forma de rocío. El alba estaba por iniciar cuando comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Jacob observó el paisaje con la mirada perdida a través del shōji abierto. Admiraba la escena que se le presentaba, casi al alcance de su mano. Los recuerdos tristes, los momentos dolorosos, podían fácilmente desvanecerse con el correr de la lluvia; tenía un efecto depurador. Tal vez fuese por ello, que cada día se despertase al amanecer, deslizase la puerta, y anhelase su llegada; porque era en ese momento, en ese instante, cuando se permitía ser vulnerable; cuando las lágrimas podían correr sin ser escuchado; porque sabía que al terminar la lluvia, su alma se habría purificado, y al igual que el vaho de las plantas, él sería liberado.

El agua comenzó a aminorar y los gritos de su abuelo se hicieron presentes. Viró la cabeza en dirección al dojo. Cada tarde como dictaba la tradición, era deber de ambos practicar el arte del kenjutsu; solo que su abuelo prefería comenzar una hora antes del entrenamiento. Jacob estiró su brazo sobre su costado y pudo sentir la tsuka al contacto. Sonrió para sí. Su razón de ser. El motor de su fuerza. La razón de seguir. La katana le había otorgado todo eso gracias a su abuelo, su maestro. Todo lo bueno que había aprendido, había sido gracias a él.

El fuego en su interior comenzó a arder. Necesitaba volver a blandir esa espada, sentir el poder bajo su control. La katana se había convertido en una extensión de su ser, en su fortaleza; cada uno de sus ancestros la habían conservado de generación en generación y solo era entregada cuando se estaba preparado. Él había demostrado ser digno de su legado. No renunciaría a eso. Debía pelear y reclamar aquello que le pertenecía.

Jacob colocó nuevamente la Katana sobre la duela y se calzó los waraji: un tradicional calzado familiar hecho de cuerda de paja y entrelazados. No eran un accesorio fácil de utilizar, y tampoco muy cómodos en realidad; pero eso ya no representaba ningún problema para Jacob, puesto que él... había nacido prácticamente con ellos.

El mirar del AlmaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant