—Contemplad la bendita planicie consagrada a los tres dioses. Sois afortunados, ya que pocos extranjeros, incluyendo a nuestros parientes Silvanos, han llegado a poner un pie en estas tierras. Vuestro hábil dotado necesitará reponerse después del esfuerzo, así que os conducirán a un alojamiento digno. Volveremos a reunirnos al anochecer para participar en la última comida del día y fascinar a los jóvenes con las exóticas historias que contaréis de vuestras ciudades. Simplemente os pido que no os excedáis en esa fascinación, no queremos que nuestros guerreros más prometedores abandonen sus deberes para viajar al sur. A las muchachas estáis más que autorizados a fascinarlas, eso sí os lo digo: si ellas se dejan, no seré yo quien se queje por acoger en la comunidad a algún recién nacido con sangre de Dervarn. Ahora he de visitar nuestro santuario; en las presentes circunstancias, me inquieta haber pasado tanto tiempo alejado de él. No, no me acompañaréis, ya se presentará una oportunidad más propicia después de reponeros y de recibir el visto bueno de la Tríada. Comprended que, aunque nuestra confianza en vosotros es grande, solo los dignos pueden acceder al mayor tesoro que custodiamos. Id, comed, relajaos y entreteneos. Ah, os he asignado unos guardianes para escoltaros durante vuestra estancia aquí. Y por cierto, ¿dónde diantres se han metido? Entrenando, de seguro. Esos tercos muchachos... Acercaos allá donde se ve el corro de mirones y preguntad por Dranaris. Y decidle que me va a oír. Bien, nos reencontraremos más tarde ante un buen cuenco de estofado y una jarra de licor. ¡Los tres dioses os guarden!
Tras la parrafada de Kaledias, tan compacta que ninguno alcanzó a meter baza, el guía y sus curiosos guardaespaldas desaparecieron por algún punto de la arboleda.
—¿Y esta es la diplomacia del norte? —ironizó Vira para romper el hielo—. ¿Dejarnos tirados en medio de una cordillera con la orden de buscar nosotros mismos a nuestros niñeros? Y preñando a alguna moza por el camino, si se tercia. Pues menuda cuadrilla de sementales mujeriegos ha ido a convocar.
—Aquí el único que no sabría ni por dónde apuntarle a una chica eres tú —masculló Caradhar, aún apoyado en el hombro de Sül.
—Vaya, debes sentirte mucho mejor si ya empiezas a buscar guerra.
—Me las arreglo. ¿Qué es eso del visto bueno de la Tríada?
—Algo relacionado con los dioses, supongo. En fin, nos adaptaremos a sus costumbres, qué remedio. Empezaremos por localizar a ese tal Dranaris, el gentil vigilante que con tanta gracia nos deja tirados para hacer lo que quiera que esté haciendo.
—O también podemos ignorarlo y recorrer esto sin nadie que nos eche el aliento al cuello —sugirió Sül.
—Eres muy optimista si crees que vamos a pasar desapercibidos. No, mejor seguir las indicaciones de Kaledias. Por otro lado, allí se está congregando un buen gentío y quiero saber por qué. Vamos.
Tan avergonzado estaba Navhares que no se atrevió a intervenir en la conversación, sino que se limitó a hacerse pequeño y seguir a los otros en su recorrido a través de aquella curiosa pradera entre árboles y montañas. Desde su discreta posición pudo comprobar que Vira estaba en lo cierto, pues su grupo era el blanco de las miradas de cuantos se encontraban en el camino. Y no se trataba únicamente de que eran extranjeros; según comprobó, las marcas del talento eran bastante más inusuales que en Dervarn, sobre todo la bendición doble del Silvano. Sin embargo, parecía existir el acuerdo tácito de no dirigirse a ellos y contentarse con observarlos a distancia. Cuando alcanzaron la muchedumbre, los asistentes abrieron un pequeño corredor para dejarles paso, lo que les permitió asistir en primera fila al espectáculo que allí se desarrollaba.
Al borde del claro había tres árboles altos, esbeltos y poco frondosos. Desde lejos quizá llegaban a confundirse con la masa forestal que los rodeaba, pero al distinguir las bases de sus troncos, sumergidas en un estanque de líquido color corinto, era fácil comprender que disfrutaran de una veneración singular. Le recordaron, en cierta manera más tosca e inquietante, al Altar de la Luna en Argailias o a la poza que había visto de pasada al descansar en Dervarn. Su visión se nubló durante unos latidos, enfocada en algo que no estaba ahí: en una luna violácea reflejada entre tres troncos; en una masa de hojas, ramas y lianas danzando a su alrededor; en el muro de tierra y roca que abrazaba la escena, provocando una tempestad de oscuras gotas de agua.
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La savia de los dioses
FantasyHan pasado casi diez años desde los últimos acontecimientos de «El Don encadenado». Navhares, el consorte de la Senniam de Argailias, se ha convertido en devoto padre de sus dos hijos y en un respetado miembro del consejo. Allí nadie sabe que tal pe...