La penumbra era una envoltura tenaz. A pesar de sus esfuerzos por enfocar la vista, la escena no llegaba a adquirir un mínimo de nitidez. Más tarde comprendió que no podía hacer nada para evitarlo, que el velo que lo emborronaba todo no se levantaría por mucho que se frotara los ojos. Distinguía, sin embargo, la figura casi desnuda de Caradhar, inconfundible y magnética, y una forma inmensa a lo largo del resto de su campo de visión. Caradhar la enfrentaba sin vacilar —una mancha roja sobre un fondo negro—, con esa calma suya tan característica. Él, en cambio, se sentía inquieto. Necesitaba acercarse más, apartar la bruma. Necesitaba saber, si bien ignoraba cómo hacerlo.
Navhares despertó de golpe y miró a todos lados. Le tomó algo de tiempo identificar dónde estaba; cuando lo consiguió, se preguntó por qué le latía el corazón tan deprisa. Desde su paso por Dervarn experimentaba premoniciones a diario, algunas de las cuales no sabía interpretar, como la del espejo. Eran armas de doble filo. Sabía que lo más prudente era pedir consejo a su padre cuando la impresión de la escena aún estaba fresca, pero le avergonzaba confesar ese pequeño matiz de sensualidad. Además, estaba solo en la casa. Acudía a su memoria el vago recuerdo de haber ignorado los buenos días de sus compañeros para poder seguir durmiendo; como confirmación, en la planta principal había una bandeja de desayuno junto con una nota que rezaba: «Nos partía el alma sacarte de la cama. Acude al círculo de combates después de llenar la barriga». El estilo de Vira, sin duda. Mascullando una maldición, engulló a toda prisa un cuenco de leche y torta de especias, hizo uso de la tina de agua tibia y vistió las ropas que halló sobre la silla de su dormitorio, uno de los atuendos silvanos de Caradhar. Una oleada de placer lo tomó al asalto al verse envuelto en aquellas telas que antes estuvieran en contacto con su piel. Tras aspirar el aroma, corrió en busca de los otros.
El espacio consagrado ante los tres árboles bullía de ternas enfrascadas en sus entrenamientos. El murmullo provocado por la llegada de un visitante del exterior —más una corriente de pensamientos furtivos que un sonido real— rompió la precaria concentración de Dranaris. Llevaba dándole vueltas a todo aquello desde la cena, y por eso casi sintió alivio cuando se le presentó la oportunidad de afrontar el dilema en directo. Casi; ese tipo sonriente que se aproximaba desde el asentamiento, el tal Vira, era un tronco duro de taladrar. En cuanto los alcanzó, saludó a todos con una donosa reverencia y se colocó a sus espaldas. Dranaris esperaba que le lanzase uno de sus socarrones comentarios sureños, pero se limitó a contemplar las evoluciones de los luchadores con un interés que bien podría haber pasado por auténtico. Agotada su paciencia, lo abordó sin preámbulos.
—¿Por qué nos elogiaste anoche ante Kaledias?
—Buenos días a ti también, amigo. ¿Habrías preferido que le contase lo poco que te costó darnos esquinazo? Pues nada, tomaré nota para la próxima.
—No esperaba que mintieras por nosotros, unos desconocidos, ni me gusta arrogarme méritos que no me corresponden.
—¿Mentir? Únicamente mencioné lo agradable de vuestra compañía, no su duración. En cuanto a aprender de vuestras tradiciones..., ahí sí que espero que seáis más flexibles. Esto es nuevo y apasionante para nosotros, imaginad: ¡parientes recluidos en las montañas durante todos estos largos años! Permitidnos ser parte de ellas, convertirnos en espectadores atentos. Prometemos robaros poco tiempo. Sois grandes luchadores; sería lamentable que empañaseis vuestro esfuerzo levantando las suspicacias de Kaledias, cuando este arreglo de ser nuestros guardianes puede convertirse en algo grato para ambas partes.
—Hablas con muchos ringorrangos. ¿Eso es una amenaza de presentar quejas si no te complacemos?
—Por la diosa, ¿habrá alguien más desconfiado en todos los territorios del norte? Te acabo de ofrecer un cumplido y una solución para tu problema. Acéptalos sin discutir.
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La savia de los dioses
FantasyHan pasado casi diez años desde los últimos acontecimientos de «El Don encadenado». Navhares, el consorte de la Senniam de Argailias, se ha convertido en devoto padre de sus dos hijos y en un respetado miembro del consejo. Allí nadie sabe que tal pe...