Capítulo 8

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Harry suspiró al salir de la ducha todavía empapado y ver a Louis profundamente dormido en su lado de la cama. Siempre estaba muy cansado últimamente, su cuerpo adaptándose poco a poco a la diminuta vida que crecía en su interior.  Su cuarto, igual que el resto de la casa, ya estaba impregnado de la presencia de su omega: su calzado estaba tirado en un rincón, camisetas arrugadas colgaban del respaldo de una silla, y en su mesita estaban sus gafas, su móvil cargando y el libro que estaba leyendo.

No les había costado acostumbrarse a vivir juntos; después de unirse, a Harry le resultaba especialmente incómodo tenerlo lejos, y Louis hacía un puchero cada vez que tenía que irse a trabajar, exigiendo que volviera pronto antes de que lo echara de menos. Recordó con ligera náusea el día que habían ido a por sus cosas a la que ya no era su casa, con el padre de Louis mirándolos amenazador y su madre llorando en la cocina. No los habían parado, pero tampoco les habían dirigido la palabra. Aunque daba las gracias al cielo por haberse ido a vivir solo en cuanto había cumplido los dieciocho y tener su propia casa, Harry no podía dejar de notar la nota de tristeza en los ojos de su omega cada vez que pasaban cerca de su antiguo hogar. Sus padres, las personas que lo habían criado, lo habían vendido, a él, su felicidad y su bebé. Lo habían cambiado todo por un maletín lleno de billetes. Sólo de pensarlo le dolía el corazón.

Vivían en un estado de tensa normalidad. Louis reía cuando Harry insistía en que tomase los nutrientes necesarios para el perfecto desarrollo del bebé, comía obedientemente la comida que le preparada; lo besaba por las mañanas, con el pelo desordenado y los ojos todavía hinchados, y hundía los dedos en su pelo con un jadeo cuando lo besaba en la mordida oscura de su cuello. Harry vivía permanentemente hipnotizado por el olor de su pequeño omega, y sus manos parecían tener vida propia cuando se trataba de alcanzar la curva de sus caderas. Su lobo casi ronroneaba satisfecho cada vez que se acurrucaba contra él.

Pero la sombra del miedo planeaba sobre ellos las veinticuatro horas del día. Harry dormía aferrado a su pequeña figura y soñaba con hombres sin rostro arrancándolo de sus brazos. Le había prometido que no dejaría que le tocara nadie, pero lo llamaba desde el trabajo varias veces al día, y el terror lo consumía poco a poco.

Fingía normalidad. Tenía que hacerlo, para mantener a Louis tranquilo y feliz. Pero se moría de preocupación cada segundo del día. A la hora de la verdad, no tendría medios para proteger a su pequeña familia. No tenía un plan.

Suspiró, inclinándose para coger el portátil. Se aseguró de que la luz de la pantalla no lo despertase antes de encenderlo y lanzarse a buscar en internet por enésima vez. Tenía la página guardada en favoritos, y empezaba a sabérselo peligrosamente bien de memoria.

La Colina es un de las casas de contacto más importantes y prestigiosas del país. Se estima que su fundación se remonta a las primeras décadas de 1800, y hasta el momento más de cuatro millones de omegas han pasado por sus manos y han sido reclamados por sus alfas correspondientes. Su elevadísima tasa de éxito y su exigente filtro tanto a la hora de seleccionar tanto omegas como alfas lo han convertido en la élite de las casas de contacto, reservándose para omegas especialmente exquisitos y alfas de posiciones acomodadas, la mayoría de ellos procedentes de las más altas capas de la sociedad.

Harry dejó de leer y se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar. Dinero. No sabía cuál era la solución a sus problemas, pero estaba seguro de que tenía un precio desorbitado. El dinero era la clave de todo.

Hacía horas extras y se aseguraba de ocuparse de los asuntos más delicados, de solucionar los problemas más críticos. Su jefe se había fijado; aunque sólo era un becario, estaba empezando a oírse su nombre al lado de los casos más comprometidos del buffet de abogados, y su jefe le guiñaba el ojo con aprecio cuando se lo cruzaba, pero sabía que no era suficiente. Por lo menos, no lo suficientemente rápido.

Con su trabajo compensaba los estudios con los que lo compaginaba. Su sueldo pagaba el alquiler y los mantenía a ambos, pero nada más.

Además, no había demasiadas posibilidades. La primera, esperar a que se llevaran a Louis, colarse en la subasta y comprarlo. Ni siquiera se la planteó durante más de dos segundos; nunca dejaría que le pusieran las manos encima, y mucho menos que se lo llevaran a los centros de preparación de La Colina, para que lo acicalaran y retocaran como a un mueble.

La segunda opción era huir. Salir del país, buscar refugio en algún sitio lejano y empezar de cero. Tendría que renunciar a sus padres, a sus amigos y a toda la vida que conocía. Pero no habría nada a lo que no estuviera dispuesto a renunciar por Louis; nada.

Sin embargo, no tenían medios ni dinero para marcharse a ningún sitio. No tenían a dónde ir, dónde dormir, cómo viajar. Antes de planteárselo seriamente, Harry ya sabía que nunca llevaría a su omega y a su bebé nonato a la deriva sin rumbo fijo y sin garantías de seguridad.

La tercera opción era la cancelación del contrato. Había encontrado artículos y había revisado leyes; podía hacerse. Podía pagar la penalización de la supresión de un contrato legal vinculante firmado por los padres de Louis cuando él tenía -tuvo que contener las náuseas- entre doce y quince años.

Recordaba a Louis con doce años. Dios, cómo no iba a recordarlo. Si cerraba los ojos podía verlo, acurrucado en su cama con el miedo plasmado en el rostro, sobresaltándose con cada trueno y ocultándose contra su pecho cada vez que un relámpago iluminaba la habitación. Recordaba el olor delicado y dulce de su pelo cuando lo abrazaba. Recordaba su sonrisa genuina, inocente. Como si no hubiera nada en el mundo que pudiera salir mal.

Sus padres lo habían vendido. Se habían sentado a la mesa, tal vez mientras él dormía, y habían decidido que Louis era un bien valioso del que podrían aprovecharse. Habían llamado a La Colina y habían establecido la cantidad millonaria que recibirían cuando su hijo caminara por una pasarela para que alfas de carteras abultadas babearan sobre él.

Contuvo a su lobo con esfuerzo para no gruñir; no quería despertar a Louis y preocuparlo todavía más. Estaba ligeramente mareado y tenía un sabor amargo y desagradable en la boca, pero se recuperó lo suficiente como para respirar hondo. Volvió a centrarse en la pantalla de su ordenador, y tecleó una nueva búsqueda.

“Formas de que un alfa gane dinero rápidamente”

La búsqueda le devolvió más de cien mil resultados. Descartó varios antes de que un anuncio le llamara la atención; necesitaban a un alfa para una pelea que iba a tener lugar la semana siguiente; joven, fuerte y sin heridas de peleas anteriores. Su oponente era un viejo conocido del gremio, y los organizadores necesitaban a alguien que aguantara como mínimo dos asaltos para asegurar el éxito de las apuestas. Las cifras que se ofrecían, aunque perdiera, eran impresionantes, pero a Harry no le sorprendieron; las heridas graves o las muertes en esas peleas no eran nada insólito; sobre todo contra alfas experimentados. Era una locura, una locura, algo a lo que no se recurría ni en los casos más desesperados. Pero lo leyó hasta el final; el anuncio prometía una indemnización al beneficiario escogido en caso de “males mayores”; Harry tragó saliva al leer la cifra.

Giró la cabeza para mirar a Louis, diminuto y relajado, durmiendo pacíficamente con una mano apoyada en su vientre todavía plano. Le dolió el alma. Le faltó el aire.

Apaga el ordenador. Vete a dormir. Ni siquiera te lo plantees, no es una posibilidad. No te lo perdonaría nunca, aunque saliera bien. Cierra el anuncio, olvídalo, apaga el ordenador. Apágalo.

Releyó el anuncio. Miró a su omega de nuevo; sus ojos resbalaron por la mordida en su cuello. Volvió a mirar la cifra, con un nudo en la garganta.

Harry guardó la página en el ordenador, y lo apagó antes de dejarlo exactamente en el sitio donde estaba antes. Se levantó con sumo cuidado, caminó hasta el baño. Cerró la puerta y arrugó una toalla para hundir el rostro en ella.

Sólo entonces se permitió romper a llorar.

Ahora quiero ver cómo respiras para miDonde viven las historias. Descúbrelo ahora