En la baraja francesa, Ino era la reina de corazones. Al menos eso había pensado Shikamaru aquella vez. Aquella problemática vez cuando le había enseñado a Ino a jugar al póquer. Algo que en primer lugar, nunca debería haber hecho. Ahora, ¿qué lo había compelido a hacer tal cosa? No lo sabía. Quizás el tedio, quizás el hecho de que la misión en la que estaban había estado resultando inusualmente larga e inusualmente aburrida, quizá las constantes insistencias de Ino, quizá su estúpida actitud sumisa ante la vida, o, tal vez, "E: todas las anteriores". Cualquiera que fuera la razón, Shikamaru sabía que había sido un error. Y, de hecho, lo había sabido mientras lo cometía. Pero como con todo lo que tiene que ver con Ino, no había podido evitarlo.
Por supuesto, había empezado –como todo- con un comentario fingidamente inocente, un peligroso y exagerado aleteo de pestañas, y un tono de voz que oscilaba entre un alegre gorgojeo y un persuasivo ronroneo. A aquellas alturas, Shikamaru pensaría que estaba habituado a los numeritos de Ino, que estaba inmunizado inclusive, pero con Ino nunca se podía estarlo. Nunca se podía saberlo. Era impredecible, imprevisible, y su determinación –esa que aparecía cuando deseaba algo- era solo comparada con la del mismo e hiperactivo Naruto. Quizá era algo relacionado con el color del cabello, había pensado, pero lo descartó inmediatamente. Un juicio de tal naturaleza era completamente ilógico e irracional, como Ino. Si, quizá estaba pasando demasiado tiempo con ella. De eso debía tratarse. Aún así, una cosa no anulaba la anterior, y Shikamaru no podía dejar de pensar en cuanto podía llegar a sorprenderlo Ino. Al punto de pensar que todo estaba perfectamente armado y planeado previamente. Como una araña, la Yamanaka tejía sus redes y para cuando la despreocupada mosca quedaba pegada en ella ya era tarde. Si, como aquel ninja del sonido con el que había luchado Neji en aquella misión de rescate a Sasuke (Kidomaru, creía que se llamaba), ella manipulaba las redes y las movía a antojo asegurándose su presa sin siquiera fallar una vez. Por eso, cuando había comenzado a hacer vibrar las redes invisibles alrededor de él, Shikamaru ni siquiera lo había notado. Aún cuando lo había visto venir, en algún momento, había sabido que ya era tarde. A aquellas alturas, no conceder el capricho de Ino, hubiera sido más problemático que hacerlo.
Si, todo había empezado en esa estúpida misión, de la que habían regresado tres días atrás. En algún punto, creía que habría sido sabio no tomarla (como su sentido común le había dicho en un primer lugar), pero su sentido del deber... ese que en raras ocasiones se anteponía a su holgazanería... le había dicho que era lo que tenía que hacer. Y, como el tonto que era, Shikamaru lo había hecho porque había sabido que era cierto. Que eso era algo que debía hacer, por problemático que fuera. Según la Hokage, no sería de larga duración (bien, porque él no quería estar atrapado demasiado tiempo con Ino en algún rincón recóndito del mapa), pero tampoco sería necesariamente fácil. Se trataba de una misión de espionaje, ideal para un miembro del clan Yamanaka y alguien centrado y silencioso como lo era él, en el norte del país cerca de la frontera con el país del campo de arroz. En efecto, aún con la ya lejana muerte de Orochimaru, el país seguía siendo centro de negocios turbios y criadero de engendros de la naturaleza como los shinobi que solían servir al sannin. No que a Konoha le importara demasiado en la actualidad, pues el país, así como la aldea del sonido, habían perdido dominio y ya no tenían ningún tipo de poder para afectar el país del Fuego. Aún así, ocasionalmente, alguna de las ratas se escapaba de los laboratorios abandonados (figurativamente, por supuesto) e intentaban hacer algún tipo de tramoya que los afectara a ellos. En este caso, un grupo de mercantes de arroz parecía estar introduciendo shinobi y espías del sonido en el país del Fuego. Y ese era el deber de ellos, el de descubrirlos y desenmascararlos. Y detener el tráfico de ninjas enemigos.
Aún así, la misión no había resultado emocionante y excitante como había deseado Ino. No había habido cabida alguna para nada de hecho. Era un tedio, un completo y aburrido fracaso. Un fiasco, y otra tanda de cosas más que Ino había enumerado en orden alfabético y por prioridad. El Nara, por supuesto, no se había quejado demasiado al respecto. El tránsito lento de la misión les había permitido a ambos permanecer quietos, sin viajar, en la cabaña que estaba en el límite del país (como puesto de vigía), descansando y –básicamente- haciendo nada. Durmiendo, la mayor parte del tiempo (si cierta rubia fastidiosa lo permitía) y haciendo guardia en busca de algún movimiento extraño e inusual. Nada había acontecido, no durante las primeras dos semanas. E Ino se había estado impacientando, como siempre. Pero Shikamaru suponía que era inevitable, tratándose de ella.