Capítulo 7

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El profesor de pociones y el guardabosques

      -Allí, mira. 

     -¿Dónde? 

     -La chica alta que va sola. 

     -¿La de las coletas?

     -No idiota, ese es un chico. La de su derecha.

     - ¡A sí! viste ayer su selección. 

     -No tiene apellido, y dicen que casi no fue elegida para ninguna casa.

     Genial, no llevaba ni veinticuatro horas en este lugar y ya tenía los ojos puestos en mi de casi todo el mundo. Los murmullos me perseguían como las abejas a la miel, y como mi nombre no era muy común y se dijo tantas veces enfrente de todos, todo el mundo sabía de mi. 

     Intentaba ir sola a clase, pero de vez en cuando me acercaba a gente de mi edad para saber a donde quedaba el aula.   

     En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y despejadas, otras estrechas y destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes. Otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para saltar. 

     Después, había puertas que no se abrían, a menos que uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lugar exacto, y puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían ser puertas.También era muy difícil recordar dónde estaba todo, ya que parecía que las cosas cambiaban de lugar continuamente. 

     Las personas de los retratos seguían visitándose unos a otros, y estaba segura de que las armaduras podían andar. Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una desagradable sorpresa que alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se intentaba abrir. El Barón Sanguinario parecía reacio a indicarnos el camino, pero era su deber. Si eras de Slytherin aún te lo señalaba, y si eras de cualquier otra casa seguramente te mandaría una mirada tan fría que no le volverías a preguntar nada nunca más. 

     Peeves, por otro lado, era el Duende que se encargaba de poner puertas cerradas y escaleras con trampas en el camino de los que llegaban tarde a clase. También les tiraba papeleras a la cabeza, corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba, les tiraba tizas o, invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y gritaba: ¡TENGO TU NARIZ! 

     Pero aún peor que Peeves, si eso era posible, era el celador, Argus Filch. Aunque solamente debías prestarle un poco de respeto para que se sintiera más alabado que de costumbre. Parece que nadie lo tomaba en serio, y eso era exactamente lo que pasaba. 

     Filch tenía una gata llamada Señora Norris, una criatura flacucha y de color polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch. Patrullaba sola por los pasillos. Si uno infringía una regla delante de ella, o ponía un pie fuera de la línea permitida, se escabullía para buscar a Filch, el cual aparecía dos segundos más tarde. Filch conocía todos los pasadizos secretos del colegio mejor que nadie (excepto tal vez los gemelos Weasley), y podía aparecer tan súbitamente como cualquiera de los fantasmas. Todos los estudiantes lo detestaban, y la más soñada ambición de muchos era darle una buena patada a la Señora Norris. 

     Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las clases. Había mucho más que magia, como descubrí muy pronto, mucho más que agitar la varita y decir unas palabras graciosas. Teníamos que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada miércoles a medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas y los movimientos de los planetas. 

Lilianne y la Piedra filosofalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora