El fantasma de la ópera

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Terry tomó el sobre que se encontraba sobre la mesa y regresó las dos hojas tamaño carta, perfectamente dobladas en tres secciones, al interior del mismo. En completo silencio abrió el primer cajón de la derecha, metió el sobre y sustrajo su chequera. Alcanzó la pluma fuente que reposaba sobre su pedestal ornamental y rellenó con los datos solicitados.

Como si se tratase de un acto solemne, verificó que todo fuera correcto. Enseguida, con gran decoro lo extendió a la persona que se encontraba en la silla de invitados justo al frente de su escritorio.

Se trataba de un hombre bajito, regordete, con un bigote corto conformado por tres colores diferentes de vello: castaño cobrizo, gris claro y en menor medida negro. Su cabello, víctima de la alopecia, tenía las mismas tonalidades pero se rizaba un poco en la puntas, además, parecía que luchaba contra la gomina que mantenía fijo el relamido peinado. El traje estaba impecable, caqui con camisa celeste, sujetaba la corbata blanca con un alfiler de oro rematado con una perla.

Terry pensó que él no elegiría esa corbata, pero aquello no era lo esencialmente importante.

Monsieur Grandchester ¿Hay algo más que deba saber? —preguntó con forzado inglés tras haber bebido del vaso de zumo que la enfermera había dispuesto en el escritorio momento antes.

—Le he repetido, palabra por palabra, lo que ha sucedido desde ese momento hasta esta mañana.

—Entiendo.

— ¿Tendrá en consideración lo de las cartas?

El pequeño hombre soltó un suspiro mientras miraba meditabundo el techo.

—Tengo que reconocer que sería un buen inicio, bastante prometedor, con el drama suficiente para su oficio. Monsieur Ardley me habló de él, pero temo decirle que esta mañana me fue confirmado que Evan Feurstein murió en un accidente laboral hace ocho meses. Dos días antes de su boda con Madame Grandchester. Los muertos no pueden dañar a los vivos, Monsieur.

Al actor le supo a sorna el comentario, bebió de su propio vaso para tragar mansamente.

—Debería ser yo quien pregunte si hay algo más —inquirió con cautela, había escuchado mucho sobre ese hombre, o más correctamente sobre su agudeza mental y su afilada lengua con aterciopelado acento francés, Marcel Dan Abnett, inspector retirado de la policía francesa refugiado en América tras la Gran Guerra.

—No suelo compartir mis conjeturas, Monsieur, hasta tener al criminal bien sujeto por la cheville*.

Terry sonrió de medio lado, la mezcla de inglés y francés sería insufrible de no ser porque él había aprendido a la fuerza algo porque Susana pensaba en un viaje a Europa... en algún momento.

—Tengo la costumbre de redactar informes semanales, Monsieur Grandchester ¿Le parece bien?

Terry bajó la mirada, realmente no había pensado que fuese a solucionarse el problema en cuestión de dos o tres días, pero hablar de varias semanas más, le daba algo en el pecho.

—Sí, está bien.

—El caso es muy curioso, bastante curioso. Quizás deba empezar a escribir, Monsieur Grandchester, historias como esta son la fascinación de nuestros tiempos, podría interpretarla usted mismo.

Y de nuevo, el actor pensó que se burlaba o algo similar, sin embargo, no se sentía con el valor de darle un empellón directo a las vías de un tren. Se limitó a resoplar poniéndose de pie para acercarse a la ventana. Afuera, todo estaba tranquilo. Los dos oficiales que la policía habían enviado para sofocar la ruda crítica generada tras el suicidio de la madre de Susana, se encontraban apostados en el portón, aparentemente charlando. Al otro lado de la calle, vio a un fotógrafo. Seguramente esperaba que saliera Dan Abnett para hacer pública la contratación del detective.

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