¿Cuándo el amor se gana el derecho a llamarse así?
Susana y Terry empiezan una vida juntos, pero una sombra entre ambos se desliza en los pensamientos del joven actor, mientras lucha por demostrar la clase de hombre que es.
Trató de permanecer en la fiesta todo el tiempo posible, pero si estando en su mejor momento no le gustaban ese tipo de eventos, convaleciente y malhumorado no le entusiasmaban más, así que a la menor oportunidad consiguió escapar de Eliza, se despidió del director de la compañía excusándose con que se sentía mal, pero no le dejaron tomar taxi, el hombre llamó a su chofer para que le llevara, así que pudo llegar sin contratiempos hasta el hotel.
Preguntó en recepción si había mensajes para él pero no había nada. No pudo evitar el sentirse intranquilo, ni siquiera Albert le había respondido, pero desechó los pensamientos fatalistas, tenía que ser prudente.
Albert era el cabeza de familia de los Ardley y su posición requería de mucho tiempo para poder atender todos los asuntos relacionados no solo con los negocios, si no con un grupo variopinto de familiares que vivían del derroche.
Terry aseguró la puerta como hábito adquirido después de comprobar que la habitación del hotel estaba vacía. Se quitó el saco pensando con fastidio que Karen había estado en lo cierto, ni siquiera Eliza había hecho un comentario respecto a la forma en la que había elegido presentarse a la fiesta, y eso ya era mucho decir.
Soltó un suspiro al tiempo en que desabotonaba la camisa. Sus pensamientos se habían vuelto confusos de nuevo, la emoción de regresar al escenario, de sentirse parte de aquello que amaba, se había disuelto con una amargura renovada. La idea de volver a bañarse resultó tentativa, esta vez en la tina para poder pensar en agua caliente.
No había rastro alguno de Susana, en el departamento de policía no era más que un afiche en la inmensa pizarra de desaparecidos y ante la renuencia del secuestrador a establecer contacto, parecía que todo mundo, excepto él, se había hecho a la idea de que estaba muerta.
¿Y si lo estaba?
El pensamiento fue sombrío, sintió un escalofrío desde la base de la columna hasta la nuca. Él había prometido cuidarla, pero a tan solo unos meses después de hacerla su esposa la había perdido.
La vida marital fue breve, si es que así le podía llamar a lo que tuvieron juntos, a esa sociedad en la que él iba a los ensayos mientras ella se quedaba en casa con alguna enfermera, regresaba para la hora de la cena y el postre lo tomaban en la sala, conversando sobre el día de él, porque ella no reportaba nada especial.
A veces salían, pero solo si había buen clima.
Desde el accidente, la salud de Susana había ido en picada. Su madre dijo que siempre había sido una chica enfermiza, pero el baile, que cumplía la función de ejercitarla para mantenerla en forma para la actuación, le daba algo de vitalidad. Al quedar imposibilitada para eso, no había barrera entre ella y las enfermedades.
Si no era una infección en la herida, era la circulación, mareos o problemas respiratorios.
Ni siquiera dormían juntos todas las noches. A él le daba miedo moverse demasiado y lastimarla, y ella se mantenía renuente a hacer con él algo más que besarlo, como si no estuviera segura de que la boda había sido real, que estaban legítimamente casados por todas las leyes civiles y religiosas.
¿Para qué eran esposos?
Para hacerla beneficiaria de su seguro médico y todas sus prestaciones de ley, para incluirla legalmente en su testamento y en todas las pólizas que el anterior director de la compañía había hecho firmar a todos los miembros del equipo, actores y técnicos, a raíz del accidente de Susana. Se habían casado para muchas cosas cuidadosamente planificadas, tal como lo había hecho su padre mucho tiempo antes que él.
Sin darse cuenta ya se estaba riendo.
¿Cómo iba a hacer un matrimonio si no así?
El termino legal, el papel firmado y guardado junto con los otros documentos en la caja fuerte del banco.
¿A eso se resumía todo?
Hubo un tiempo en que pensó en un escape romántico, pero el pensamiento fue tan fugaz que no duró siquiera lo suficiente como para esperar a Candy en San Pablo, la primera vez que la abandonó, cuando comprendió que tenía que estabilizar su vida antes que tener sueños de amor.
El agua ya se había enfriado un poco y no quería agregar otro mal a la lista que ya tenía su expediente médico así que salió. Las heridas ya habían cerrado, pero el médico había sugerido seguir usando los vendajes dado que "se resistía a quedarse quieto", y contra todo pronóstico había descubierto que era perfectamente capaz de hacerlo él mismo, sin necesidad de una enfermera que antes hubiera considerado indispensable.
Alguien llamó a la puerta y aunque se sobresaltó, pudo alcanzar el pantalón que se había quitado para ponérselo nuevamente.
—Hubo mejores días — susurró mientras tomaba el arma que había comprado y le quitaba el seguro.
— ¿Quién es?
—Terry, por favor, soy yo.
Terry soltó el arma como si estuviera al rojo vivo y luego reaccionó para volverla a tomar y meterla en el cajón de la mesa de noche antes de que ocurriese una desgracia.
— ¡Un momento!
Se puso de nuevo la camisa como pudo, abrió la puerta, pero dejó de lado todo sentimiento emotivo que pudiera haber, la joven rubia con el uniforme de enfermera y un abrigo azul encima entró al cuarto cerrando la puerta detrás de ella. Tenía los ojos abiertos de manera casi exagerada y se encontraba tan pálida que incluso el reguero de pecas bajo sus ojos se habían atenuado. Un sentimiento doloroso lo atravesó, como muchas cosas lo habían hecho ya hasta ese momento.
—Terry — sollozó mientras sacaba de su bolso de mano lo que parecía ser una carta que entregó temblando —. Albert me pidió que te diera esto si algo le pasaba — la voz se le quebró en ese punto y el presentimiento que había tenido hasta ese momento se volvió como un furioso torbellino, con Candy acorralada contra la puerta, el actor pudo contener el impulso para tomarla por los hombros, solo dejando sus brazos a cada lado de su cabeza.
— ¡¿Qué ha pasado con Albert?!
—No ha regresado a casa, no está en la oficina, en ninguna, George lo buscó en todos lados, encontró su auto abandonado cerca de la carretera, pero él no estaba...
Terry se dejó caer, sus piernas no pudieron sostenerlo más tiempo.
—Esto es mi culpa.
Ni siquiera lo dudó, no había más razón que él como para que Albert temiera por su vida. Con los dedos temblorosos abrió el sobre, había un ticket de tren, algunos billetes y una sola nota:
"Corre"
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