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Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel
oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel
gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos
de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos
aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las
profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará
visitar aquella región por la noche…, al menos, no cuando brillan en el cielo
las siniestras estrellas.
Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían
oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas
aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña
isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño
altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques
hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños
días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido
aquella cadena de explosiones en el aire y aquella columna de humo en el
valle. Y, por la noche, todo Arkham se había enterado de que una gran piedra
había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa
de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba
el marchito erial.
Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la
casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época Ammi
tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban
profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado
a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la
mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido
espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día
antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba
junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las
piedras no se encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró
que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores golpearon la
piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente
blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más
bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de
comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron
prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje
de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron
quedarse pensativos cuando la señora Pierce observó que el fragmento estaba
haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo.
Realmente no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo
que habían supuesto.

Al día siguiente (todo esto ocurría en el mes de junio de 1882), los
profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de
Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que había
desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal.
El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la
extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo
increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna
modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón, mostrándose
completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente
no volátil a cualquier temperatura, incluyendo la del soplete de oxihidrógeno.
En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad
era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran
excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el
espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color
conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras
propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de
ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.
Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos
adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e
incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad.
Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas,
pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el
habitual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter,
bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba
disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse
ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara
que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era
magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes
ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de
acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya
considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar
las pruebas y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían
desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante
de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.
Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban
en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las
estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no lo acompañó. Comprobaron que
la piedra se había encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los
profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa
pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que era dos
pies más que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su
superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se habían llevado. Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y
de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era
completamente homogéneo.
Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un
glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del
extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por
analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía
quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con
un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el
glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de
unas tres pulgadas de diámetro. Los profesores pensaron que era probable que
encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera
fundiendo.
La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron
encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares.
En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que habían recogido…
y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su
predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera
luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y
volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de
una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de
identificación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se
vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este
planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de
propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y
desconocidas.
Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a
casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa.
La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad
eléctrica ya que había «atraído al rayo», como dijo Nahum, con una singular
persistencia. En el espacio de una hora el granjero vio cómo el rayo hería seis
veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió
que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente
decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron
que lo único que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar
analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como
medida de precaución habían encerrado en una caja de plomo. El fragmento
duró una semana, transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado
positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los
profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio
de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia, energía y entidad.

El color que cayó del cielo. HP LOVECRAFTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora