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tarme en mi mecedora, en un rincón de la habitación, para
valorar la cuestión. Sabía que la gente celebra reencuentros
sin cesar. Los veteranos de Pearl Harbor o del día D se reú-
nen. Los compañeros de curso de secundaria se ven tras una
o dos décadas para observar las cinturas ensanchadas, las cal-
vas o los pechos caídos. Las universidades utilizan los reen-
cuentros como medio para arrancar fondos a licenciados que
recorren con ojos llorosos los viejos colegios mayores ador-
nados de hiedra recordando los buenos momentos y olvi-
dando los malos. Los reencuentros son algo constante en el
mundo normal. La gente intenta siempre revivir momen-
tos que en su memoria son mejores de lo que fueron en rea-
lidad, evocar emociones que, en realidad, es mejor que per-
manezcan en el pasado.
Yo no. Una de las consecuencias de mi situación es sen-
tir devoción por el futuro. El pasado es una confusión fu-
gitiva de recuerdos peligrosos y dolorosos. ¿Por qué iba a
querer regresar?
Y, aun así, dudaba. Contemplaba la invitación con una
fascinación creciente. Aunque el Hospital Estatal Western es-
taba sólo a una hora de distancia, no había vuelto allí desde
que me habían dado de alta. Dudaba que nadie que hubiera
pasado un solo minuto tras sus puertas lo hubiera hecho.
Advertí que las manos me temblaban un poco. Quizá los
efectos de la medicación empezaban a diluirse. De nuevo,
me dije que debía echar la carta a la basura y salir a la calle.
Aquello era peligroso. Inquietante. Amenazaba la muy cui-
dadosa existencia que me había construido. Pensé que debía
caminar deprisa. Avanzar rápido. Cumplir mi rutina normal
porque era mi salvación. Olvidarme de la carta. Y empecé a
hacerlo, pero me detuve.
Cogí el teléfono y marqué el número de la presidenta.
Oí dos tonos y luego una voz:
—¿Diga?
—Con la señora Robinson-Smythe, por favor —pedí
con excesivo brío.
—Yo soy su secretaria. ¿De parte de quién?
—Me llamo Francis Xavier Petrel...

la historia de un loco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora