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—Me alegra saberlo.
—¿Y el Bombero? Era amigo tuyo. ¿Qué fue de él? Me
refiero a después.
—Se fue —contesté tras una pausa—. Solucionó todos
sus problemas, se trasladó al sur y ganó mucho dinero. For-
mó una familia. Compró una casa grande, un coche poten-
te. Todo le fue muy bien. Lo último que supe fue que dirigía
una fundación benéfica. Sano y feliz.
—No me extraña —asintió Napoleón—. ¿Y la mujer que
vino a investigar? ¿Se fue con él?
—No. Obtuvo una plaza de juez. Con toda clase de ho-
nores. Su vida fue maravillosa.
—Lo sabía. Era de prever.
Todo esto era mentira, por supuesto.
—Tengo que volver y prepararme para mi gran momen-
to —dijo tras echar un vistazo al reloj—. Deséame suerte.
—Buena suerte —dije.
—Me ha gustado volver a verte —añadió Napoleón—.
Espero que te vaya todo bien.
—Y yo a ti. Tienes buen aspecto.
—¿De veras? Lo dudo. Dudo que muchos de nosotros
tengamos buen aspecto. Pero está bien. Gracias por decirlo.
Se levantó y yo hice lo mismo. Ambos volvimos la mi-
rada hacia el edificio Amherst.
—Me alegraré cuando lo derriben —dijo Napoleón con
súbita amargura—. Era un sitio peligroso y maligno, y en él
no pasaban cosas buenas. —Se volvió hacia mí—. Tú estu-
viste ahí, Pajarillo. Lo viste todo. Cuéntalo.
—¿Quién querría escucharme?
—Puede que alguien. Escribe la historia. Puedes hacerlo.
—Algunas historias es mejor no escribirlas.
—Si la escribes, entonces será real —comentó Napoleón,
y se encogió de hombros—. Si sólo la conservamos en nues-
tros recuerdos, es como si nunca hubiera pasado. Como si
hubiera sido un sueño. O una alucinación propia de chala-
dos. Nadie se cree lo que decimos. Pero si lo escribes, eso le
dará, no sé, cierto fundamento. Lo volverá real.
—El problema de estar loco es que era muy difícil distinguir qué era verdad y qué no —dije sacudiendo la cabe-
za—. Eso no cambia sólo porque tomemos las pastillas sufi-
cientes para arreglárnoslas en el mundo con los demás.
—Tienes razón —sonrió Napoleón—. Pero también
puede que no la tengas. No lo sé. Sólo sé que podrías con-
tarlo y quizás algunas personas lo creerían, y eso ya estaría
bastante bien. Entonces nadie nos creía. Ni siquiera con la
medicación, nadie nos creía. —Volvió a echar un vistazo al
reloj y movió los pies, nervioso.
—Deberías regresar —aconsejé.
—Tengo que regresar —repitió.
Estuvimos un momento, quietos, incómodos, hasta que
por fin se dio la vuelta y se alejó. A medio camino, se giró y
me dedicó el mismo saludo inseguro que al llegar.
—Cuéntalo —me gritó, y se alejó deprisa, un poco en-
corvado como era su costumbre.
Vi que las manos le temblaban de nuevo.
Ya había oscurecido cuando por fin regresé a mi casa y
me encerré en la seguridad de aquel reducido espacio. Un
cansancio nervioso parecía latirme en las venas, recorrién-
dolas junto con los glóbulos rojos y los glóbulos blancos.
Encontrarme con Napoleón y oír cómo me llamaba por el
apodo que recibí cuando ingresé en el hospital me había des-
pertado emociones. Me planteé tomar más pastillas. Tenía
unas que servían para calmarme si me ponía demasiado ner-
vioso. Pero no lo hice. «Cuenta la historia», me había dicho.
—¿Cómo? —pregunté en voz alta en la quietud de mi
hogar.
La habitación resonó a mi alrededor.
«No puedes contarlo», me dije.
Y entonces me pregunté por qué no.
Tenía bolígrafos y lápices, pero no papel.
Entonces tuve una idea. Por un segundo, me pregunté si
era una de mis voces, que volvía, la que me lanzaba al oído
una sugerencia rápida y una orden modesta. Me detuve, es-
cuché con atención para distinguir los tonos inconfundibles de mis viejos guías entre los sonidos de la calle que se oían
por encima del zumbido del aire acondicionado de la venta-
na. Pero me eludían. No sabía si estaban ahí o no. Pero es-
taba acostumbrado a la incertidumbre.
Cogí una silla algo arañada y raída y la situé contra la pa-
red, al fondo de la habitación. Aunque no tenía papel, sí
tenía unas paredes desnudas pintadas de blanco.
Si mantenía el equilibrio sobre la silla, podía llegar casi
hasta el techo. Agarré un lápiz y escribí deprisa, con letra pe-
queña, comprimida pero legible:
Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Es-
tatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad,
anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados.
Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que
había estado en su corta y hasta entonces relativamente
monótona vida...

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⏰ Última actualización: Feb 23, 2020 ⏰

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