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preocupaba? Nunca supe dónde enterraban a las personas.
Las que murieron cuando estábamos aquí. Quiero decir que
estaban en la sala de estar o en los pasillos con todos los de-
más, y de repente estaban muertas. Pero ¿qué pasaba luego?
¿Te llegaste a enterar?
—Sí —respondí tras una pausa—. Había un pequeño
cementerio improvisado en un extremo del hospital, hacia
la arboleda situada detrás de administración y de Harvard.
Pasado el jardincillo. Creo que ahora forma parte de un cam-
po de fútbol juvenil.
—Me alegra saberlo —dijo Napoleón mientras se seca-
ba la frente—. Siempre me lo había preguntado.
Estuvimos callados unos instantes y luego prosiguió:
—Ya sabes cómo detestaba averiguar cosas. Después,
cuando nos dieron de alta y nos enviaron a ambulatorios para
recibir el tratamiento y todos esos nuevos fármacos, ¿sabes
qué detesté?
—¿Qué?
—Que el delirio al que me había aferrado durante tantos
años no sólo no era un delirio, sino que ni siquiera era un de-
lirio especial. Que no era la única persona que imaginaba ser
la reencarnación de un emperador francés. De hecho, seguro
que París está lleno de gente así. Detesté saber eso. En mi de-
lirio me sentía especial. Único. Y ahora sólo soy un hombre
corriente que tiene que tomar pastillas, sufre temblores en
las manos todo el rato, sólo puede tener un empleo de lo más
simple y cuya familia seguramente desearía que desaparecie-
ra. Me gustaría saber como se dice joder en francés.
—Bueno, personalmente, si te sirve de algo, siempre tu-
ve la impresión de que eras un espléndido emperador fran-
cés —aseguré tras pensar un momento—. Y si hubieras sido
tú quien dirigió las tropas en Waterloo, seguro que habrías
ganado.
Napoleón soltó una risita.
—Siempre supimos que se te daba mejor que a los de-
más prestar atención al mundo que nos rodeaba, Pajarillo
—dijo—. Le caías bien a la gente, aunque estuviera deliran-
te y loca.

la historia de un loco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora