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estos mejunjes me recorren a su aire las venas y me atacan va-
rios órganos inocentes, y probablemente embotados, cuan-
do se dirigen a calmar los irresponsables impulsos eléctricos
que se me disparan en la cabeza como a muchos adolescen-
tes revoltosos. A veces me siento como si mi imaginación
fuera un dominó incontrolable que ha perdido de repente el
equilibrio, se tambalea adelante y atrás y luego se desploma
contra las demás fuerzas de mi cuerpo, lo que desata una po-
tente reacción en cadena, clic clic clic, en mi interior.
Era más fácil, con mucho, cuando aún era joven y lo úni-
co que tenía que hacer era escuchar las voces. La mayoría de
las veces ni siquiera eran tan malas. En aquella época solían
ser tenues como ecos que se desvanecen por un valle, o como
los susurros que se oyen cuando unos niños comparten un
secreto en el cuarto de juegos, aunque cuando las cosas se
ponían tensas su volumen aumentaba deprisa. Normalmen-
te, mis voces no eran demasiado exigentes. Eran más bien su-
gerencias, consejos, preguntas perspicaces. A veces un poco
rezongonas, como una tía abuela solterona con la que nadie
sabe muy bien qué hacer en una comida familiar, pero que
aun así es invitada y que, de vez en cuando, suelta algo gro-
sero, disparatado o políticamente incorrecto, pero a la que
nadie hace demasiado caso.
En cierto sentido, las voces me hacían compañía, en es-
pecial las muchas ocasiones en que no tenía amigos.
Tuve dos amigos, una vez, y fueron parte de la historia.
Antes creía que eran la parte más importante, pero ya no es-
toy tan seguro.
A varios de los que conocí durante lo que me gusta con-
siderar mis años de verdadera locura les fue peor que a mí.
Sus voces les gritaban órdenes como los sargentos de ins-
trucción de los marines, esos que llevan sombreros marrón
verdoso de ala ancha y rígida calados hasta las cejas, de mo-
do que por detrás se les puede ver la cabeza pelada. «¡Mué-
vete! ¡Haz esto! ¡Haz lo otro!»
O peor: «Suicídate.»
O peor aún: «Mata a alguien.»
Las voces que chillaban a esos tipos procedían de Dios,

la historia de un loco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora