El que vino del mar

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¿Alguna vez has oído las voces del mar

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¿Alguna vez has oído las voces del mar...?

Había un susurro que venía de las aguas de Edimburgo. Jairo lo escuchó apenas bajó a la playa que estaba cerca de su hotel, poco después de llegar a la ciudad.

Escocia era más que una maravilla de acantilados rocosos y castillos de piedra. Había algo distinto en su aire helado, un eco antiguo y misterioso que resonaba hasta en el más moderno de sus edificios. En la costa, ese eco se ampliaba hasta convertirse en un coro de voces extrañas.

Nadie más parecía escucharlo. Unos metros atrás habían quedado sus ruidosos compañeros de viaje, con los que llevaba semanas compartiendo aventuras, y ninguno de ellos mostraba interés en el mar del Norte. Hablaban entre risas sobre la noche de fiesta que les esperaba, y de cómo había que empezar temprano, porque muchos pubs cerraban antes de medianoche.

Jairo se acercó a la orilla intentando alejarse del bullicio, y al hacerlo vio que no estaba solo. Parada no muy lejos había una mujer que llevaba su pelo canoso recogido en un moño alto. Estaba descalza a pesar del frío, dejando que el agua le mojara los pies.

—Tú también lo escuchas, ¿verdad? —preguntó ella, con la mirada fija en el horizonte—. Es la voz de quienes viven en el mar.

—¿Quienes viven en el mar...? —murmuró Jairo.

—Claro —respondió ella, sin inmutarse—. Este es un buen lugar para venir a oír cómo cantan.

Jairo prestó atención. Entre el sonido de las olas a veces creyó estar a punto de escuchar una palabra que le sonaba familiar, pero que no llegaba a distinguir, como si viniera de un idioma extranjero con una raíz común con el suyo. Antes de que lograra identificar lo que decía, sus compañeros lo interrumpieron llamándolo por su nombre y destruyendo su concentración: era hora de partir. Se alejó de la orilla de mala gana, dándose la vuelta una última vez para mirar atrás, donde la silueta de la mujer quedaba recortada contra la luz del atardecer.

Una vez en el centro de la ciudad subieron por una calle empedrada hasta lo alto de una colina, y allí encontraron el lugar perfecto, un pub animado por música celta, y envuelto en aroma a pan caliente y especias. Los tragos iban de aquí para allá, pasando de mano en mano. La edificación donde se hallaba era antigua, y el frente estaba decorado por flores y plantas colgantes que adornaban el arco de la entrada.

El ambiente alegre no tardó en hacerle olvidar el murmullo del mar. No habían tenido tiempo de recorrer demasiado todavía, pero algo en la ciudad le resultaba familiar y acogedor, por más que tenía muchas características únicas. Nunca se había cruzado con tantos pelirrojos en tan poco tiempo. Ahí mismo podía contar a más de uno. La primera era una mujer que cantaba una canción imposible de entender en el pequeño escenario del interior del pub, y otro era un chico que estaba cerca de la barra discutiendo con el cantinero.

—¿Es broma? Claro que no es suficiente —decía el cantinero.

Jairo se acercó y vio unas monedas sobre la barra. El chico pelirrojo hundió las manos en los bolsillos de su campera, y revolvió en ellos un buen rato, hasta rendirse.

El que vino del mar (relato corto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora