1. King

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Elizabeth se detuvo en la puerta del baño del gimnasio, sintiendo el peso del ambiente denso y cargado de sudor. Un murmullo de voces, gruñidos y el eco de golpes amortiguados por las paredes resonaban en el espacio estrecho. Dejó que sus ojos se deslizaran hacia el interior, donde la atmósfera estaba impregnada de una mezcla de deseo y desesperación.

—¡Más duro! —la exigencia cortante de una mujer perforó el aire, cargada de urgencia y ansia.

Los gemidos se desvanecieron en el instante en que Elizabeth abrió la canilla para lavarse las manos, un gesto mecánico para distanciarse de la escena que se desplegaba apenas a unos metros.

Pasaron apenas dos minutos antes de que la puerta se abriera de golpe, revelando a una rubia de largas piernas, luchando por acomodar su ropa con la dignidad hecha jirones.

La extraña se acercó al lavabo, manteniendo una distancia prudencial, y sus miradas se encontraron en el espejo. En los ojos de la desconocida destellaba una mezcla de vergüenza y furia, como si su mundo íntimo hubiera sido profanado por la intromisión de Elizabeth. La mujer, con gesto desafiante, alisó su cabello despeinado y aplicó un lápiz labial que extrajo con determinación de entre sus senos. 

Con un último vistazo cargado de resentimiento, se marchó, dejando a Elizabeth sola ante el espejo, con la incomodidad aún palpable en el aire y un atisbo de su propia supervivencia en un entorno que desafía la intimidad y la dignidad humana.

El hombre finalmente salió del cubículo, ajustando descaradamente su erección.

Desde que Liz había sufrido la fractura de su nariz hacía siete años, se había prometido no permitir que nadie la pisoteara, especialmente tipos despreciables como el que la observaba.

Cerró la canilla con firmeza, se secó las manos en el pantalón corto que llevaba y se plantó frente al chico con los brazos cruzados, desafiante ante su mirada cargada de arrogancia.

—Este no es el lugar para venir a hacer lo que te dé la maldita gana —su reproche resonó en todo el baño, sin vacilar a pesar del avance decidido del chico hacia ella, atrapándola entre el lavabo y su cuerpo atlético.

—¿Y quién lo dice?—respondió desafiante.

Ella lo había visto un par de veces durante la semana, mientras entrenaba con el saco de boxeo. Era el nuevo juguete favorito de Uriel, la gran estrella del momento y el espécimen más idiota que había conocido.

El hombre tenía unos preciosos e intensos ojos color miel verdoso, pero su belleza se veía empañada por su conducta ególatra. Su rostro, con pómulos marcados y facciones duras, estaba parcialmente oculto por una barba incipiente que dejaba crecer sin cuidado. Su cabello rubio dorado oscuro caía desordenadamente sobre su frente, como si estuviera en constante batalla con la gravedad.

No podía negar que el chico era tentador. Tenía todas las cualidades de un don Juan y estaba segura de que obtenía con facilidad la atención femenina dondequiera que fuera.

De repente, él se irguió en toda su altura, haciendo que Elizabeth se sintiera aún más pequeña de lo que ya era. Sin embargo, ella no se dejó intimidar. Alzó la barbilla con prepotencia, su sonrisa teñida de cinismo desafiando la superioridad física que él intentaba imponer.

—Estamos solos. ¿Quién crees que lo dice? —murmuró ella desafiante y sin miedo.

—¿Tú lo dices, cariño? ¿Estás segura?

Él se sentía confiado, seguro de su capacidad para seducir a la chica que prácticamente lo estaba fulminando con la mirada.

Sin embargo, ella no iba a caer fácilmente en su juego de seducción. Fingió aburrimiento.

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