10. Sentir la realidad

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Elizabeth despertó a media mañana, sintiendo su cuerpo cansado y dolorido. Se estiró bajo las cálidas sábanas y tomó una profunda bocanada de aire mientras giraba la cabeza sobre la suave almohada.

La noche había sido difícil, y su sueño, lejos de ser placentero, se había visto interrumpido más de tres veces por las pesadillas que se estaban volviendo una constante en sus noches. Los murmullos del viento contra la ventana y el suave tic-tac del reloj en la mesita de noche parecían resonar aún en su mente.

Una vez fuera de la cama, su primer instinto fue tomar una ducha. El agua tibia relajó sus músculos tensos y disipó las tristes imágenes que, inexplicablemente, aún la acosaban. El vapor envolvía el cuarto de baño, creando una atmósfera de tranquilidad que contrastaba con la agitación de sus pensamientos.

Envuelta en una toalla, se observó en el espejo y notó un cardenal justo bajo su labio, así como otro más pequeño en su pómulo.

Al ver su rostro marcado en el espejo, sus pensamientos se dirigieron a Fabrizio. Aunque experimentaba malestar, enfado y arrepentimiento, no intentó aplacar su culpa. Por el contrario, saboreaba la derrota de King.

Con una sonrisa radiante, regresó a la habitación. Se puso un conjunto de lencería rosa a juego y optó por unos vaqueros con una camiseta negra de manga corta. 

Mientras se preparaba, se detuvo un momento para cubrir ligeramente el cardenal bajo su labio con un poco de maquillaje, aunque no le importaba mucho lo que pensara la gente. Sabía que muchos en su barrio, como los vecinos, estaban al tanto de su actividad en el gimnasio como entrenadora y también como luchadora. 

Se calzó unas zapatillas, volvió al baño para cepillarse los dientes, desenredó su cabello y salió de casa con la billetera y celular en la mano.

El sol calentaba su cuerpo y el aire silbaba en sus oídos mientras agitaba su cabello aún húmedo. Caminaba despreocupada y alegre por el barrio, saludando alegremente a sus vecinos que correspondían con entusiasmo.

No solía almorzar fuera de casa con frecuencia, pero ese día sentía la urgencia de alejarse de su hogar. No quería enfrentarse a los recuerdos de su mala noche; necesitaba sumergirse en la realidad por un tiempo para recobrar el control de su mente.

Entró en el restaurante que quedaba a un par de cuadras y ordenó el plato del día. El aroma tentador de comida recién preparada flotaba en el aire, mezclándose con el murmullo de los comensales y el tintineo de los cubiertos. 

Se sentó en una mesa junto a la ventana, observando el ir y venir de la gente en la calle mientras esperaba su comida, un pequeño oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la ciudad.

El celular sonó con un mensaje mientras Liz esperaba pacientemente.

"Buenos días, Liz. ¿Almorzaste?"

Por primera vez, Liz respondió al instante:

"Estoy en eso. Acabo de ordenar."

Uriel ya estaba marcando antes de que ella pudiera preguntar qué necesitaba, así que ella respondió con un tono cantarín y alegre.

—Buenos días, Uriel.

—Estás despierta, y no solo eso, respondes al instante. ¿Eres tú, Elizabeth? —Escuchó su risa y sonrió. Le encantaba cuando ella estaba feliz —. Sea lo que sea que te sacó de la cama y de la casa, me alegra escucharte de buen humor. Llamo porque quiero confirmar tu presencia mañana.

—Voy a estar ahí como cada domingo. Llevo el postre.

—De acuerdo. Con respecto a lo otro, ¿cómo estás?

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