Jesse entró en casa, moviendo el picaporte con fuerza para poder girar bien la llave. La cerradura solo se abría así. Se encontró, con sorpresa, con las luces encendidas y la tele puesta, sin nadie mirándola, emitiendo un programa de chismorreo hacia el sofá. El resto de las luces estaban apagadas, a excepción de la de la habitación de su madre, que tenía la puerta entreabierta. Jesse se asomó, viendo a su madre frente al enorme tocador que le había costado dos meses de sueldo, lleno de maquillaje del supermercado y perfumes de imitación barata.
Cogió una de las tres pelucas que tenía en fila encima de la cómoda y se la enfundó después de recogerse el pelo. De nuevo Jesse se encontraba con una de las tantas versiones de su madre, que variaban según el pelo que tuviera; esa vez llevaba la peluca pelirroja rizada, así que se haría llamar Hilary. Llevaba puesto uno de sus habituales atuendos apretados, una blusa pomposa blanca y una corta minifalda de tubo negra cuyos bolsillos tenían incrustados perlas falsas. Se puso los pendientes de imitación al diamante que Jesse le había visto robar hacía unos años en una tienda de ropa y se percató del reflejo de su hijo en el espejo. Se giró, dedicándole una sonrisa roja pintada, y exclamó, mientras buscaba su pequeño bolso:
-Por fin apareces por aquí, ya era hora. ¿Cuánto han sido, dos semanas? Empezaba a pensar que te habían detenido.
Jesse bajó la mirada al suelo, con cierta pena, barriendo con la vista las prendas de ropa esparcidas por el suelo y sobre la cama. Arqueó una ceja al ver una corbata desconocida, pero no hizo ningún comentario; estaba acostumbrado ya a que su madre trajera a casa todo tipo de hombres, los cuales solo solían durar un par de noches como mucho. Él no se oponía, más bien se alegraba si eso la hacía feliz; era consciente de que tenía todo el derecho del mundo a divertirse y hacer lo que quisiese después de haber cuidado de él durante tanto tiempo en las condiciones en las que estuvo.
Cuando Jesse iba al colegio, se preguntaba por qué había niños con padres y él solo tenía a su madre. Por qué era su abuela la que asistía a las reuniones y no su madre, al menos, en infantil y los primeros cursos de primaria. En secundaria, un niño empezó a molestarlo, chinchándole y haciendo bromas de mal gusto del padre que no tenía. En noveno, Jesse se hartó y le tiró una piedra, una pequeña en realidad, desde el extremo de una calle vacía, donde habían coincidido. El chico, en el otro extremo, recibió la piedra justo en el ojo, donde había estado apuntando Jesse. La hazaña no hubiese sido tan impresionante si la calle no hubiera hecho ciento cincuenta metros y Jesse no se hubiera quitado las dichosas gafas que le servían para ver de cerca. A su madre le costó una denuncia y una multa, a él la peor bronca de su vida y la única vez que su madre le levantó la mano y al chico un parche en el ojo durante tres meses para sanarlo.
-Me alegro de que hayas vuelto, pero me voy. No he hecho cena, encarga algo si te apetece, no vendré a cenar- avisó su madre, acercándose a él. Aunque estuviera a punto de cumplir los veinticinco años y fuera casi dos cabezas más alto que ella, le pellizcó una mejilla y en la otra le plantó un sonoro beso que seguramente le habría dejado una marca de labios. Y, cruzando el pequeño pasillo y el comedor, abrió la puerta y se fue.
Jesse suspiró; estaba también acostumbrado a cenar solo desde que cumplió los trece años, cuando su madre consideró que ya era capaz de valerse por sí mismo. Había aprendido a cocinar, limpiar, ahorrar luz e ignorar el agua fría con la que se bañaba. No era que su madre no lo quisiera, de hecho, Jesse estaba seguro de que su madre había sacrificado grandes cosas por él a lo largo de su vida; solo estaba recuperando el tiempo de su juventud perdida.
Era una lástima que la abuela hubiera muerto tres años atrás. Se quedaba con él todos los viernes todas las semanas, llevándole comida casera que Jesse no superaría jamás por más práctica en la cocina que obtuviera, los días en los que Jesse se sentía más solo. Aparecía a media tarde y se quedaba con él hasta que se dormía. A veces dormía en su casa y lo levantaba a la mañana siguiente. La abuela siempre llevaba consigo un pequeño álbum de fotos cada vez que iba a verlo. Se sentaban los dos en el sofá, con el álbum abierto en el regazo de la mujer, y ella le enseñaba las fotos de su madre, él y ella misma más joven.
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Choker Shot
AcciónHugh es un periodista al borde del divorcio de apenas veintisiete años que trabaja en un periódico pequeño con una ambiciosa jefa y un extremadamente vago compañero. Si quiere ascender y ver su nombre en Los Ángeles Times, tendrá que arriesgar su vi...