Prólogo

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Con tan solo dieciocho años, había logrado presenciar tantos momentos trágicos en su vida, que cualquiera que lo escuchara, pensaría que mentía, o que le estaba relatando el guion de una película.

A la corta edad de nueve años, frente a su inocente mirada, asesinaron a su padre por un "ajuste de cuentas", confundiéndolo con otro hombre.

Ese hombre, siempre sonriente, siempre bondadoso, siempre presente, había sido su ídolo, su ejemplo a seguir. Pero ese fatídico día, luego de haber jugado un rato largo en el parque, unos hombres habían llegado en un auto negro polarizado y, sin miramiento alguno, había disparado tres veces contra el cuerpo del hombre, frente a él, que solo había caído de rodillas a su lado, para comenzar a gritar con dolor.

Desde ese momento, y a pesar de tener una madre, quedo solo y desamparado. Ella no hacia más que llorar, deprimirse y dormir, sin fijarse en lo que él hacía ya que, según la mujer, le recordaba al amor de su vida, ya muerto.

A pesar de ser una familia con buena posición económica, Inuyasha logro anotarse en una secundaria con tan bajo nivel, que tus únicas opciones eran unirte a una banda o morir solo, a manos de esas mismas bandas. Las niñas, con solo 15 años, se vendían por unos cigarros y un poco de droga. Las armas, los tiros y las peleas eran tan normales, como el oxígeno que se respiraba.

Con sus once años, se había unido a una banda, donde uno de sus amigos se encontraba, sin saber que esta era la más peligrosa de su ciudad. Sin saber que lo que el destino le tenía preparado. Era una pandilla extensa, donde comenzaban a reclutar niños a temprana edad, y se extendía hasta hombres y mujeres que pasaban los 50 años.

Comenzó desde el lugar más bajo, como todos allí, aguantando golpes y entrenamientos intensivos, tan duros, que hasta el más fuerte terminaba llorando. Le enseñaban a robar, a manejar armas de fuego y armas blancas, a pelear cuerpo a cuerpo, todo lo esencial para que un joven creciera como un pandillero rudo.

Pero lo que Inuyasha menos se imaginaba era que, debido a su habilidad nata para la pelea, lograría llegar, con tan solo catorce años, a ser la mano derecha de Naraku, el gran jefe. Algo que nunca, desde que esa pandilla se había creado, se había logrado.

Esas habilidades eran las que su difunto padre le había enseñado, desde que había cumplido cinco años. Siempre le decía que en un futuro le serviría para algo, y no se equivocaba, aunque sabía que su padre no estaba hablando de que las utilizara para sobrevivir en una pelea a puño limpio, o para poder ascender en los estatutos de la banda.

Pero poco tiempo después de comenzar a hacer trabajos más importantes para Naraku, como su mano derecha, una noticia devastadora volvió a golpearlo. Su madre, esa mujer que tanto amaba, aunque lo hubiese abandonado, había muerto.

Era su única razón en el mundo para no terminar de caer en ese pozo de autodestrucción que era la pandilla. El único motivo por el cual no se drogaba, o no mataba. La barrera que lo separaba de esa locura de odio y muerte que era la calle.

Pero ahora ya no se encontraba más para detenerlo.

Era verdad que desde sus nueve años que ella no le hablaba, que ni siquiera lo miraba, pero también era verdad que él se ocupaba de ella, como si fuera su propia hija. La alimentaba, le compraba ropa, intentaba mantener limpio su hogar para que ella no tuviera que hacer esos trabajos innecesarios, y ahora... Ahora ya no estaba.

El ultimo eslabón en su cadena de cordura acababa de desaparecer, y ese ser que habitaba en su interior, sediento de sangre, comenzaba a brotar poco a poco. Lo había descubierto en las peleas por un puesto en esa pandilla, pero lo había mantenido encerrado bajo una sola llave: Su madre.

NO ME DEJES SIN TIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora