El timbre sonó y, como todos los días, sus compañeros salieron corriendo hacia la salida hablando entre ellos sobre vaya uno a saber qué.
Matías abrió su mochila y guardó su cuaderno. Tomó los lápices que estaban dispersos sobre su banco y volvió a llenar su cartuchera con ellos, dejándola caer posteriormente dentro de su mochila. Sus movimientos eran torpes, sobre todo porque su mente estaba bastante ocupada pensando en sus autos de juguete que lo estaban esperando en su casa. Le gustaba esa rutina. Primero la escuela, después a jugar a su casa.
Se levantó empujando un poco el banco con su cuerpo. Al levantar su cabeza, vio que su maestra se había ido sin saludar, como siempre, a nadie. ¿Se sentirá sola también? Era probable. Matías sonrió al ver que estaba solo en el aula. Sus compañeros les caían bien, aunque no hablaba con ninguno, pero el ruido de sus voces acumuladas muchas veces no le permitía pensar con claridad.
Dejó su mochila sobre la mesa y sacó del bolsillo más pequeño un tupper rosa con seis galletitas de chocolate u avena. Siempre eran seis, le gustaba que fuera así. Se colgó su mochila y se dirigió a la puerta mientras se llevaba la primera galletita a la boca. Estaba feliz. No sabía por qué lo estaba, pero así se sentía.
Comenzó a caminar por el pasillo del segundo piso pensando en qué harían esa tarde Lautaro y Marcos. Ambos se sentaban dos bancos por delante de él y habían hablado todo el día sobre lo mucho que ansiaban salir ya mismo del colegio. Seguro iban a hacer algo increíble, como construir un cohete o diseñar una montaña rusa. Cuando pensaba en la velocidad que podía alcanzar una persona estando ahí dentro comenzaba a marearse. Prefirió pensar en sus autor, eso sí le era entretenido. No le importaba no verse con ninguno de los chicos fuera del ámbito escolar, de todas formas no los conocía. Su banco era el único en todo el salón que era individual, y eso le encantaba.
Se llevó la segunda galletita a la boca al tiempo que se cruzaba con su profesora de tecnología por el pasillo.
-Buenas tardes, Matías –lo saludó cuando pasó por su lado con una sonrisa.
-Buenas tardes –le respondió con la boca llena y la mano. Se sintió mal por no recordar su nombre, ella siempre era buena con él. A diferencia de otros profesores, a la de tecnología no le importaba que a Matías le costara a veces el doble de tiempo que a los demás completar las actividades. A veces, hasta lo ayudaba a realizar la tarea del día o la adaptaba a lo que sabía que él era capaz de hacer.
Matías siempre se esforzó por ser un buen alumno, pero no siempre lo conseguía. Bien sabía él que estudiaba en su casa, pero a veces se diatría o simplemente se olvidaba de hacerlo. Cuando un profesor le preguntaba por qué no había hecho la tarea, él trataba de ser honesto, pero muchos se enojaban con él. No lo entendía. ¿Qué les cambiaba a ellos que él hubiera hecho o no su tarea? Lo trataban distinto, se daba cuenta, y solamente por ser más lento que los demás. Eso mismo le había dicho su profesor de matemáticas, que era lento.
Comenzó a bajar las escaleras y dejó que su mochila colgara de su hombro para poder abrirla. Guardó el tupper y hundió su brazo hasta el fondo. Toco los pequeños objetos y se sintió más tranquilo. Le daba miedo perder sus juguetes. Tenían un gran valor sentimental para él, y lo hacía sentirse más seguro. Durante los recreos tomaba alguno de ellos y creaba siempre una historia nueva en su mente. Era muy bueno para contar historias.
Al llegar a la puerta del colegio, el portero le abrió la puerta y cio a su padre que lo estaba esperando listo para llevarlo a casa. Como siempre, era el último en salir, y él, entonces, el último en irse con su hijo.
-¡Hola! ¿Cómo estuvo el día? –le preguntó recibiéndolo con un gran abrazo. Matías se sintió confortado, hacía mucho tiempo que nadie lo abrazaba.
-Bien, ¿vamos a casa?
-Sí, vamos a casa ahora.
-¿Puedo jugar?
-Sí Matías, después de que hagas la tarea –contestó con una sonrisa-... pero hoy juego con vos –añadió. En realidad, tenía miedo de jugar con él. Se le había advertido previamente la necesidad que había e los chicos como Matías de mantener la rutina, y él jugaba solo. Jugar una vez juntos significaba que al otro día le reclame que vuelva a hacerlo y llorara si no lo hacía. Trató de apartar ese pensamiento.
-¿En serio? –Sus ojos se iluminaron.
-Sí, en serio –dijo sonriéndole.
Aquel brillo en sus ojos le decían todo, y cualquier duda quedaba disipada.
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Galpón de espaldas dañadas
Ficción GeneralCuentos cortos de suspenso y nostalgia hechos por una mente perturbada. Acá no hay nada librado al azar, no hay nada que no haya sido mil veces premeditado. Porque mi vida cambió cuando comprendí sin querer lo que era el terror.