Inmortalidad

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Tardó siete años más en llegar hasta el último piso. El ruido del agua le indicó que estaba cerca. Como siempre, no hacía ni frío, ni calor, pero su cuerpo decidió enfriarse refrescando su mente con aquella sensación que no creía posible volver a sentir. Sus músculos se contrajeron y su espalda sintió, por primera vez en muchos años, el peso de la ballesta que mantenía preparada desde su última pelea en el piso superior. Sus pies continuaron pisando con cuidado sobre cada escalón. Durante siete años no había sentido la necesidad de observar en dónde apoyaba sus plantas desnudas, o cuánto dormía por las noches. Su cuerpo se había acostumbrado a no ser satisfecho por cualquiera de las necesidades fisiológicas básicas a medida que dejaba atrás su mortalidad. Todo su comportamiento se organizaba en base a su deseo, su objetivo.

El estrecho pasillo de piedra que lo encerraba desde que cruzó la última puerta de acero comenzó a hacerse cada vez más angosto simulando una escalera de caracol. Pudo sentir la tierra húmeda bajo sus pies y tiernas gotas de agua que comenzaban a escurrirse por el techo. Respiró con tranquilidad sintiéndose preparado para la última etapa antes de por fin poder acceder por completo a la inmortalidad. Abandonaría aquel mundo y se uniría al Unmaria.

Su mente reconstruyó la imagen de cada libro que había leído para preparar su viaje. Era consciente de que se había esforzado al máximo para determinar cuál era su mayor miedo y así obtener una pequeña ventaja sobre lo que fuese que estuviera por pasar, pero esa fue siempre su mayor derrota personal. Insatisfecho, concluyó que su mayor miedo era fracasar, no poder cumplir con su objetivo. Pero pronto descubrió que la respuesta era mucho más mundana. Las paredes que lo encerraban comenzaron a temblar. Morir, ser sepultado. Tendría que haberse dado cuenta antes. Incluso sonrió. Era normal, lo sabía. Lo había leído, lo había razonado. Aun así, temió que el lugar fuera a derrumbarse, provocando que sus pies comenzaran a bajar los escalones de dos en dos. Sintió como la tierra penetraba en sus heridas y el hedor a carne y humedad que se colaba incluso por su boca. Se obligó a detenerse. Pasaron veintitrés años, no era momento de perder la cabeza. Se descolgó la ballesta de la espalda para sentirse más protegido y continuó descendiendo tratando de ignorar los pequeños montículos de tierra que comenzaban a desprenderse. El ruido del agua calma comenzó a ganar presencia. Repasó todo en su cabeza. Esperaba que el bote se encontrara allí. Después de eso, estaría solo. No había más información verificada a la cual pudiera sostenerse.

Tan pronto como terminó de bajar los escalones, las paredes dejaron de moverse. Su mente recuperó gran parte de su lucidez. Observó a su alrededor. Era idéntico a cada uno de los dibujos, sobre todo a los de su tío. Ante él, lo más parecido a una playa nocturna subterránea se desplegaba con omnipresencia. No podía determinar ni el ancho ni el largo de la cueva. De hecho, no estaba seguro de que existiesen. Bien podría ser infinito, después de todo, era el hogar de la Creación. El agua llenaba cada rincón y unas pequeñas olas chocaban en la orilla a pesar de no haber viento alguno. A los lejos se desplegaba la oscuridad, pero sabía que su color verdadero era un verde oscuro.

Frente a él, flotando sobre el agua, estaba el bote. Simple y de madera, con tan solo un mástil de donde sostenerse. No necesitaba un timón, no necesitaba ser guiado. Se arrodilló con cuidado en la orilla sin ánimos de reflexionar en dónde podría llegar a sumergirse si se resbalaba. En ese lugar albergaba la paz, y él había venido a interrumpirla.

Se aseguró de cargar y sujetar la ballesta con firmeza antes de dirigirse al bote. Cuando sus pies entraron en contacto con el agua sintió cómo sus heridas comenzaron a sanar. Su cuerpo ganaba fuerza y él se sentía extasiado. Trató de aislar sus pensamientos para no arruinar el proceso. Si la Creación lo estaba revitalizando era mejor permitirlo por más que fuera en busca de otros deseos. Tomó el mástil y su subió al bote de un salto. Separó sus pies para sostenerse mejor y, tan pronto como se sintió listo, el bote fue jalado hacia adelante sin precauciones como si estuviese atado a una cadena que comenzaba a amarrarse. La orilla lo abandonó con una fría despedida.

Galpón de espaldas dañadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora