Mi mejor amigo

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Esto es algo que tienen que saber sobre mi perro: adoraba ser el primero. Sin importar qué tan angosta fuese la escalera o el pasillo, él necesitaba pasar primero aunque significara empujarte. ¿Que si eso me molestaba? ¡No se dan una idea! Era insoportable. Si ya de por sí bajar una cama por las escaleras es difícil, imagínense hacerlo con un perro entre las piernas queriendo llegar antes que vos a la planta baja. Insoportable, realmente insoportable.

-El humano va primero -solía decirle cuando lo retaba.

De todas formas, hoy en día es de las cosas que más extraño. Sus molestias constantes, su brutalidad. Pero no era malo, no, era torpe y bruto. Y grande, casi me olvido: torpe, bruto y grande, una combinación formidable.

Formidable también fue la caída que lo acercó a la muerte. Hace cuatro meses, cuando todavía estaba vivo, mi pareja me pidió que fuera a buscarle comida al perro. La enorme bolsa de once kilos me esperaba en el lavadero, ubicado en una punta de la terraza. En la otra, su casita lo arropaba todas las noches. Y en medio de la terraza y el comedor, ¿qué había? Exacto, escaleras. Así que cuando comencé a subirlas para buscarle con gentileza la comida, porque por si no lo sabían los perros se mueren si no los alimentás, la bestia de nuestra mascota ignoró nuevamente al humano que ya de por sí abarcaba todo el ancho de la escalera y, como pudo, logró llegar primero a la cima. ¡Buenísimo!

- El humano va primero -le dije por octogésima vez en el día-. El. Humano. Va. PRIMERO.

Pero, ¿qué me iba a entender? Además, me miraba con esa mirada tan tierna y asustada... Tan de ser vivo que no entendía absolutamente nada de lo que le decían.

Bello. Era bello también. Eso es algo que no suelo decir, pero lo era.

Así que, entonces, busqué su comida. Rellené su platito y lo dejé al lado de su casita, como siempre. ¡Y listo! Tarea cumplida. Todo perfecto. Él fue como siempre a comer y yo me dirigí de regreso al comedor.

Y a partir de ahí no entiendo muy bien todo. Cuando me acerqué a las escaleras escuché el tintineo de la chapa que tenía en el collar. Como ya podrán imaginar, no me sorprendió que viniera corriendo, después de todo humano y escaleras era igual a él queriendo pasar primero. Así que, para evitar la situación, me hice a un costado antes de siquiera pisar el primer escalón. Él vino corriendo y de repente todo lo que entiendo es que estaba ahí tirado, contra el piso de abajo. Mi pierna volvió a su lugar con la misma rapidez con la que se le interpuso. El humano va primero.

Después recuerdo escuchar los gritos de mi pareja y cómo nos consolamos mutuamente. Fue una tragedia. Lo amábamos, hubiéramos recibo cualquier golpe para protegerlo. Si tan solo no hubiera sido tan atropellado, tan... tonto. Era muy bueno.

Entonces llegó el funeral. Uno falso, por supuesto. Mi pareja todavía piensa que está enterrado en el terreno de al lado, pero no podía soportar que semejante amigo tuviera un final tan trágico. Como todavía respiraba a duras penas luego del accidente (algo que mi pareja nunca notó) decidí llevarlo a su casita para recostarlo. Lloré mientras lo acariciaba. Era muy joven, creo que eso no se los había dicho hasta ahora. Y esa fue la razón por la que no lo pude abandonar tan rápido. Todavía necesitaba cuidarlo, acompañarlo.

Cuando efectivamente dejó de respirar, construí un pequeño ataúd y a él lo... guardé en otro lugar. Ya saben, por el calor.

Cuestión que entonces realizamos el funeral. Mi pareja lloró, como era de esperar, pero yo no. Porque para mí todavía no estaba muerto. No me malinterpreten, lo estaba, de eso no había ninguna duda, pero lo tenía tan bien conservado que para mí continuaba siendo mi más leal acompañante.

Y entonces comenzó a pasar el tiempo. Debo decir que me sorprendió lo bien que se conservaba. Yo lo visitaba todas las noches en el lavadero cuando fingía que iba a tomar aire a la terraza. También me sorprendió lo rápido que mi pareja pudo superar su pérdida. Cuando pasó un mes, me planteó incluso adoptar un nuevo perro. Todavía teníamos los platos y la casita, así que solo era cuestión de dar el paso, a lo que me negué desde el primer segundo. No podía reemplazarlo, era mi amigo. Era traición, y los amigos no se traicionan. Por suerte lo entendió, y nunca más se volvió a hablar del tema.

De ahí en más la rutina se volvió bastante cómoda. Encontré en él un espacio donde desahogar mis problemas del día a día. Incluso mi matrimonio mejoró por consecuencia. Y mientras le hablaba, veía en la otra punta de la terraza su casita y recordaba con detalles la suavidad de su pelo mientras lo acariciaba aquella noche.

Creo que fue pasado el mes y medio cuando comencé a notar los cambios. Su hogar, ese que tanto había llenado de vida, también comenzaba a deteriorarse. Esa fue la segunda vez que lloré, porque no quería perderlo. Cuando visité a mi perro esa noche, vi que su estado era el mismo que el de su hogar, así que lo bañé con el mayor de los cuidados esperando que de esa forma su casa también se recompusiera. Me enorgullece decir que creo que funcionó, porque no paré de hacerlo hasta pasados los tres meses, cuando mi pareja volvió a hablarme.

Esta vez no quería un perro nuevo, sino deshacerse de la casita de mi amigo, de su amigo. Pero si bien mi mano se movió tan rápido como mi pierna aquel día en busca de algo filoso, pude contenerla, porque tenía razón. Y cuando alguien tiene razón, hay que aceptarlo.

Aquello no era sano. Nada de todo esto era sano. Le dije que la sacaría de la casa, pero que necesitaba unos días para mentalizarme. Así que usé esos días para dar el verdadero gran paso: despedir a mi compañero, esta vez de verdad.

La noche siguiente, aprovechando la ausencia de mi pareja, tomé su cuerpo congelado y manejé tan lejos como me atreví a hacerlo. Sin pensarlo dos veces lo dejé en el primer contenedor de basura que encontré, cerré la tapa, y conduje de regreso a casa sin mirar atrás. Quise enterrarlo, sacar la pala del baúl y darle un digno final, pero necesitaba asegurarme de que nunca más iba a encontrarlo.

Y esa vez, esa tercera vez, sí que lloré. Ahí fue cuando realmente murió para mí.

Hoy ha pasado un mes desde esa noche y por fin estoy listo para desligarme también de su casita. Le prometí a mi pareja que para cuando regresara por la mañana ya no estaría en la terraza, que podía hacerlo. Era el momento de terminar con todo esto.

Y realmente creí que podía hacerlo, pero ahora subo las escaleras y me ataca un vacío tan grande y filoso que solo me hace pensar en dejarme caer a mí también por las escaleras. Golpearme la espalda y terminar de arruinarla tal como le había pasado a él. Necesito sentirlo empujándome otra vez y aceptarlo sumisamente. Necesito hablarle por las noches y contarle mis mayores miedos mientras lo baño para mantenerlo. Y también para mantener su casita, porque en este momento veo que se ve más descompuesta y podrida que nunca antes. Hasta ayer seguía estando bien dentro de todo, ¿cómo pudo haberse arruinado tan rápido? No era justo, no lo era. Tan joven, tan amado. Él se merecía algo mejor y sé que todavía estoy a tiempo para dárselo.

Así que no lo dudo, porque no hay nada que dudar. Agarro la pala y la meto en el baúl del auto. Ruta 15, kilómetro 78. Perdón por la mentira, yo también quise creerla. Pero ahora necesito desenterrarlo y bañarlo, asearlo y recomponer su hogar. Porque eso es lo que hace un verdadero amigo.

Galpón de espaldas dañadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora