OLIVIA
Si Gardel supiera la de veces que he escuchado Volver con esperanza y rabia a la vez.
Y ahora lo tenía justo delante de mí.
Vale, no había pasado tanto tiempo, pero se había ido, se había ido y yo había dado por hecho cuando hizo las maletas que no volvería.
Porque él era así, definitivo e irrevocable, como todo lo que sentía por él.
Si bien era cierto, de primeras me había sentido perdida y confusa, a medida que iban pasando los días me daba cuenta de que los sentimientos son como la energía, ni se crean, ni se destruyen, se transforman.
Y lo odié, me llené de cólera para no romperme, traté de odiarlo para así salvarme.
Estaba en casa, en nuestra casa. No me había molestado en cambiarle la cerradura a la puerta y ahí estaba él, en mitad de la cocina, cortando tomates en gajos finos y preparando una ensalada.
— Ve a lavarte las manos, la comida ya casi está, voy poniendo la mesa.
¿Y ya está? ¿Se iba durante meses sin dar señales de vida, sin contestar el teléfono, sin darme ninguna noticia para saber si estaba bien y volvía como si nada?
No me moví, no podía contestar, pero sí controlaba mis movimientos y sabía que no quería moverme, que no iba a hacer como si nada hubiera pasado, porque yo me levanté una mañana y no estaba en casa, su lado del armario estaba vacío, sus cachivaches del baño habían desaparecido y la foto que nos hicimos en nuestra luna de miel en Menorca tampoco estaba.
No había dejado una nota, una carta, un mensaje en el buzón de voz, nada. Y yo había asumido que se había cansado de mí, que se había ido con otra porque yo era insuficiente, que estaría mejor sin mí.
No podía ni salir a la calle, porque la gente me preguntaba por él, me decían que llevaban tiempo sin verlo y yo no sabía cómo decirles que me había abandonado, que no contestaba el teléfono y que ni siquiera me había dejado los papeles del divorcio firmados encima de la mesa.
— Cariño...— Pasó por mi lado con los cubiertos y los vasos para colocarlos en la mesa del salón comedor.
Estaba más delgado, se había dejado barba y se había hecho algo en el pelo. Bueno, no sabía si más delgado, pero estaba más fornido. Cielo santo, tenía que dejar de pensar en su cuerpo y en los tres meses que llevaba subiéndome por las paredes y maldiciéndolo. Tenía que recordar que estaba enfadada, muchísimo, eso era. Podría buscar hasta el bate de beisbol que debía de estar en el sótano, entre sus cosas cuando decidí quitarlo todo, pero no me atreví a tirarlo.
Puso un paño sobre el mantel y yo me quedé apoyada en el marco de la puerta porque me sentía un tanto desconcertada. ¿En qué momento le había dado por la cocina? Pero si quemó la campana cociendo macarrones. Lo veía como metía el dedo dentro de la olla, se soplaba y lo chupaba. Necesitaba centrarme. Por lo menos lo había probado, esperaría un poco para ver si se intoxicaba y si no, comería yo también, me podía la curiosidad.
— ¿Cómo vas de hambre? ¿Tres o cuatro cacillas? — Me dijo con el cucharón en la mano mirando hacia donde estaba. — Se me han olvidado las servilletas, ¿puedes...?
Me di la vuelta, fingí ir a la cocina, pero cambié el sentido de mis pasos. Fui a por el bate, quería que firmara los papeles del divorcio que tenía en el despacho y se fuera por donde ha venido. Me ocuparía de la hipoteca sin su ayuda. Vendería todas las videoconsolas y la colección vinícola que tenía en los frigoríficos del sótano, también.
Bajé al sótano, demasiados recuerdos, la ropa aún olía a él y él ya no olía a él. ¿Dónde diablos había estado todo ese tiempo? ¿Con quién? ¿Por qué había vuelto? ¿Me habría echado de menos?

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DE ALGUNA MANERA
Roman d'amour3 meses. Un reencuentro Secretos. Mentiras. Silencios. Pasado. Muerte. Nacimiento