Esa mañana, las nubes grises cubrían el cielo a mi alrededor. Levanté la vista hacia el cielo con el ceño fruncido y me cayó una gota de agua en la punta de la nariz. Resoplando, me la sequé con la manga del jersey y seguí avanzando hacia clase. Hacía frío, y la falda a cuadros que tanto picaba y que era obligatorio llevar, ya que forma parte del uniforme, no era lo suficientemente calentita como para calmar el viento que azotaba mis rodillas. Me gustaban este tipo de días, porque me encantaba quedarme embobada mirando cómo se desplazan las nubes sin atender a lo que decía la profesora en clase. Al fin me abrí paso entre la marea de faldas a cuadros de los tres mismos colores, siempre: verde oscuro, amarillo y rojo, entrelazados entre sí. Colgué mi mochila por las asas en la silla de mi pupitre y me quedé de pie. Ya estaba doña Piedad subida en la tarima frente a la pizarra, acompañada de la misma sonrisa dulce de todos los días.
—Venga, niñas, vamos a comenzar, —doña Piedad juntó las manos frente a sí, palma contra palma. —Inés, empieza tú. —La aludida se levantó de su silla bruscamente, ya que estaba distraída copiando los deberes de Cristina antes de que dieran comienzo las clases, como era costumbre. Con actitud serena, entonó un Padre nuestro, y todas le seguimos al unísono. Al terminar, rezamos un Ave María, como todos los días a esta hora, las 9 de la mañana. Cuando terminamos, doña Piedad se despidió de nosotras y volvió sonriente a su despacho.
Me di la vuelta en mi asiento para hablar con Cristina, mientras rebuscaba en la mochila para sacar el estuche y el libro de matemáticas.
—Casi os pillan, Cris, —dije con media sonrisa, y Cristina revolvió la mano en el aire, restándole importancia.
—Qué va, no se ha dado cuenta. —Se recogió su larga melena rubia en una coleta. —¿Tú hoy no necesitas los deberes de mates? — Casi siempre se los pedía a Cris porque desde que entramos en la ESO cada vez se me daban peor. Esperaba no suspender por primera vez en mi vida en primero de la ESO, ya que hasta entonces había sacado siempre buenas notas. Negué con la cabeza, y antes de que pudiera responderle, escuché el arrastrar de las sillas característico de cuando llegaba una profesora y había que ponerse de pie, en señal de respeto. Sería la señorita Ana, la profesora de mates. Pero al girarme hacia la puerta, me di cuenta de que se trataba de la señorita Bea. Ella era la prefecta de disciplina, y no solíamos verla en nuestro día a día. A la señorita Bea sólo la veíamos por dos razones muy distintas: si te iba a caer la bronca por algo malo que habías hecho, o si estabas enferma y tenías que llamar a tus padres para que te recogieran del colegio. Esta vez no traía gesto de enfado, así que me relajé al instante, y en ese instante entró por la puerta una chica que no había visto nunca antes, vestida con el mismo uniforme que el resto de nosotras. La señorita Bea se subió a la tarima, y la chica de pelo castaño y ojos claros que no había visto nunca antes la siguió.
—Buenos días, niñas, —la señorita Bea se dirigió a nosotras, mientras que la chica miraba a un punto fijo de la pared del fondo. No estaba cohibida y mirando al suelo, como hacía yo cada vez que me subía a la tarima. —Esta es Clara. A partir de ahora formará parte de vuestra clase. —La señorita Bea hizo una pausa, esperando a que la saludáramos, pero nadie se atrevió a abrir la boca. Nos miró a todas en gesto de desaprobación y giró la cabeza hacia Clara. —Acaba de mudarse a Sevilla con su familia, y estoy segura de que os llevaréis muy bien con ella, es una buena chica. — La susodicha tornó su mirada hacia las ventanas de la clase que daban al exterior, pensativa. Una sola gota caía lentamente por el cristal de la ventana. La señorita Bea dijo de repente, —¡Tocaya! —Su tocaya era yo, Bea. Me puse de pie, instintivamente. —Ve a por una mesa para Clara, por favor. — Asentí con la cabeza.
Inés susurró, a mi lado, —Eso te pasa por sentarte tan cerca de la puerta. —Le solté una mirada desdeñosa y salí de la clase. Atravesando el blanco pasillo del colegio, mis pasos reverberaban sobre el mármol. Clac-clac-clac. Llamé a la puerta de la clase que estaba justo al lado de la nuestra, 1ºA. Escuché la voz de la señorita Pilar, la profesora de lengua, que me daba permiso para entrar.
YOU ARE READING
Clara y yo
RomantizmColegio católico, sólo de chicas. Todos los días rezamos con las monjas, tenemos charlas sobre la fe cristiana, sobre la homosexualidad: obviamente es un pecado. Pero, ¿qué pasa cuando llega una nueva alumna al colegio, y ciertos sentimientos empiez...