Capítulo 6

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El carabinero mayor, Teniente Barrientos, que era el que estaba a cargo del caso Martínez, inició una tramitación mucho más profunda sobre la muerte de la víctima, en los primeros días de marzo. Para esto, estaba seguro de que iba a necesitar del testimonio de varias personas, comenzando por los estudiantes del colegio Sagrado Corazón.

Alrededor de las 09:40 am, se dirigió hasta el colegio en su vehículo marca Ford año 2015, con neumáticos recién instalados, color café oscuro y uno que otro adorno barato colgando al lado del espejo retrovisor.

Después de estacionarse frente al colegio, apagó el motor y dio una mirada profunda hacia la enorme cantidad de estudiantes jugando y conversando en el patio del colegio. Esperaba que su presencia no los incomodara en absoluto.

Cinco minutos después, Barrientos avanzaba por la entrada del colegio católico. Iba vestido con un abrigo gris, un sombrero negro y una placa policial, que lucía muy orgulloso en el pecho y que le gustaba usar aún cuando andaba vestido de civil.

La directora salió a su encuentro. Se sorprendió de verlo dentro de su oficina, más aún sin una cita agendada.

–¿En qué le puedo ayudar? –preguntó la directora. El funcionario de Carabineros le comentó que venía a conversar sobre la muerte del profesor Martínez.

–La última vez que vino hasta acá le dije todo lo que sabía sobre él. Por favor, váyase por donde mismo llegó. Tengo mucho trabajo que hacer.

"¿Acaso me estará evitando?", pensó el teniente para sí mismo. En vez de decirle eso, le respondió:

–Lo siento, pero aún tengo varios asuntos que conversar con usted, directora. Tome asiento, por favor.

El timbre del término de la jornada sonó, como siempre, a las 13:15. Los estudiantes salieron con rapidez de las salas de clases, cargando sus mochilas y los libros de estudio.

Emilia López se quedó unos minutos conversando con Diego y Carolina, sobre el extraño comportamiento que estaba teniendo el profesor Rodríguez quien llevaba varios días hablando con voz nerviosa y cada vez que la directora u otro profesor del colegio entraba al salón de clases, empezaba a tiritar y a mirar hacia todos lados.

–Creo que ese profesor está escondiendo algo, pero no lo quiere decir. Qué raro. ¿No crees, Carolina? – preguntó Diego, desviando su mirada hacia la chica blanca, de pelo negro y ondulado.

–Ya les dije a los dos. Lo mejor es que no nos metamos en su asunto –les respondió Carolina.

–¿Acaso no te interesa saber del pasado del profesor? –insistió Diego.

–No lo sé –le dijo ella.

–Si quieres averiguar en qué problema está metido el profesor, cuentas con todo mi apoyo, Diego –intervino Emilia. Diego le sonrió.

Al fondo del pasillo vieron pasar al profesor Rodríguez. Iba con una cara de pocos amigos y cuando se cruzó con los muchachos, los miró con un aire de "¿qué me ven, estúpidos?".

Carolina les advirtió que el profesor le parecía un hombre peligroso, con el que no debían involucrarse.

–Pues, mucho mejor para nosotros –le dijo Emilia a su mejor amiga– Le escuché decir detrás de la puerta de la oficina en la que lo estaba interrogando el teniente, que no se acuerda dónde estuvo la noche que mataron al profesor Martínez.

Diego la miró como si hubiera adivinado los pensamientos internos de su amiga.

–Esto se pone cada vez mejor –dijo Diego.

Carolina, por su parte, lanzó una mueca de enojo, en señal de desaprobación, ya que intuía que estaban en medio de algo peligroso.

A la semana siguiente, los tres estudiantes, se dieron cuenta de que Rodríguez había cambiado por completo su estado de ánimo; se notaba que no había dormido en varios días, sus ojeras se habían profundizado bastante y cada vez que un estudiante se acercaba a él para preguntarle qué le pasaba, tomaba un sorbo de café y le decía muy molesto que se devolviera a su asiento. Este repentino cambio en el profesor encendió una luz en la mente de Emilia. ¿Acaso tenía miedo de que lo atraparan o lo acusaran de algún crimen? ¿O sólo era un ataque de insomnio?

–Emilia López –le dijo de pronto el profesor Rodríguez, mientras jugaba con los dedos sobre su escritorio– pase a la pizarra, por favor.

La estudiante avanzó tímidamente por el pasillo y se colocó frente a la pizarra, sin la menor idea de qué tenía que hacer.

–Quiero que resuelva este ejercicio, señorita López –dijo el profesor, mostrándole una página del libro de estudio. Emilia se acercó unos pasos hacia él para poder ver qué ejercicio era; luego se dio vuelta y lo resolvió en menos de cinco minutos. El profesor alabó su inteligencia, le pidió el plumón y la envió a su asiento.

–Profesor, ¿por qué no nos cuenta que le está pasando? Con mis amigas llevamos varios días viéndolo más cansado de lo normal –preguntó Diego audazmente en medio de la clase.

–¡Silencio! No quiero que me vuelvan a hacer esa pregunta otra vez. Si escucho de nuevo esa maldita pregunta, los mandaré a todos a la oficina de la directora –gritó el profesor, muy enojado.

La clase se quedó en silencio por más de veinte minutos. Ninguno de los compañeros de Emilia se atrevía a decir una palabra. Mientras tanto, el profesor se dedicó a corregir las pruebas de la semana anterior y, cuando terminó de colocarles la nota a cada uno de los estudiantes, juntó los papeles, los puso en orden alfabético y fue llamándolos, uno por uno. Después de cinco minutos, le tocó el turno al pequeño grupo de Emilia.

–Diego González –dijo el profesor. El chico se levantó del asiento con más cuidado que lo habitual, caminó hacia el escritorio del profesor y retiró su prueba lentamente.

Después de Diego, siguió Emilia y Carolina. Los tres obtuvieron notas regularmente buenas, pero eso no había sido lo único que habían logrado obtener del escritorio del profesor: Diego pudo ver que en su brazo izquierdo llevaba una gruesa cicatriz, como si alguien lo hubiera herido con un arma blanca.

–No te creo –le dijo Carolina, que ya estaba agotada de escuchar comentarios sobre el profesor.

–Si crees que es una mentira, míralo tú misma y sabrás que digo la verdad –le respondió Diego.

Carolina se levantó de su asiento disimuladamente para observar al profesor y después de comprobar que la cicatriz en su brazo era real, se sentó y les dijo a sus amigos: –Tenías razón, Diego. Tal vez tus teorías son ciertas. Algo muy malo debió haber hecho para tener esa cicatriz.

–Entonces, ¿contamos contigo para descubrir la verdad? –le preguntó Diego.

–Obvio que sí –le respondió ella.

El profesor sustitutoWhere stories live. Discover now