Capítulo 1| Algo más que un adiós

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Se podría decir que se había vuelto alérgica a la tristeza. Se despertó la mañana del lunes con los ojos hinchados e irritados, la nariz moqueando y de vez en cuando sentía que no podría respirar.

Le pesaba el alma, estaba sujetando el peso del mundo bajo sus hombros. Y aunque no fuese Atlas para tener aquella responsabilidad, en cierto sentido estaba intentando mantener su vida a flote como podía. Ahora mismo lo único que vislumbraba en su vida eran ruinas. Tampoco era nada sorprendente, porque su pilar maestro ya no estaba. Y ahora se sentía inservible.

Pese a no tener ganas de nada y solo desear quedarse en la cama, como había hecho durante todo el fin de semana, aquel día se levantó más pronto de lo habitual. Se arregló, no como normalmente hacía para ir a trabajar. Se arregló para que se diera cuenta el mundo de que, aunque ahora mismo estaba rota, iba a seguir en pie aunque le temblaran las piernas.

Se miró al espejo, ya maquillada y peinada, con su típico traje de dos piezas azul marino. Su trabajo no le exigía un protocolo de vestimenta muy exigente, pero a ella le gustaba ir vestida así. Marcaba esa distancia y reclamaba ese respeto que sus alumnos adolescentes no estaban acostumbrados a otorgar.

Arregló un par de cosas más por el piso, ya que más tarde se pasaría su amiga Lili con las llaves de emergencia que le dio en su momento. Agarraría sus cosas y se las llevaría. Por ahora se quedaría en casa de Lili hasta que encontrara otro apartamento. Se lo había pedido como un favor y su amiga no había dudado ni un segundo en aceptar.

No iba a estar ni un momento más en aquel lugar. Todo le recordaba a él. No paraba de buscar su presencia, y aún perduraba su olor. Era muy difícil ver como todo estaba destruido, ver como todos los planes se habían esfumado, como su vida juntos ya no existía. Le angustiaba seguir ahí. Al igual que ver ese anillo, que había metido en un cajón para no verlo más. Ya ese no era su sitio. No después de aquella noche.

Había llamado a Lili a las cuatro de la mañana, llorando y sin poder articular ninguna palabra. Y ella sin decir nada se había presentado en el apartamento y había ido a abrazarla. No hizo falta decirle nada, ella supo leer su interior y decidió quedarse con ella todo el fin de semana. No la obligó a hablar, tan solo la cuidó mientras ella solo era capaz de llorar, de estar de luto por cinco años de noviazgo. Le había cocinado y había dormido a su lado, para que sintiera su presencia, apoyándola, pero sin agobiarla. El domingo por la noche se había marchado, porque a la mañana siguiente se tenía que ir a trabajar, pero prometiéndole ir a recogerla al terminar la jornada.

Miró la hora del reloj, las ocho. Debía de salir ya para llegar puntual. Se puso el abrigo. Y no pudo evitar echar la vista atrás. Aquel cuadro horrible que le había regalado la hermana de Marcos para que lo pusieran en la casa. Aquella mancha de pintura azul en la pared blanca porque se habían puesto a hacer el tonto mientras ella pintaba un cuadro. Aquellos libros, que Marcos se había empeñado en ordenar alfabéticamente en lugar de por géneros, como le gustaba hacer a ella. Y aquella guitarra con la que él le había enseñado la canción que le había escrito.

Se obligo a no llorar. Respiró hondo. Se puso recta. Y abrió la puerta. Salió, sabiendo que no volvería a entrar. Sabiendo que al igual que cerraba aquella puerta, cerraba un capítulo de su vida.

...

Llegaba tarde. Se había levantado pronto y aún así llegaba tarde. Odiaba el transporte público. Odiaba que en esos momentos su madre tuviera razón.

«Debes sacarte el carné de conducir. —Resonaba su voz en su cabeza— Conducir es no depender de nadie, y eso es libertad ¡Para una mujer eso es importantísimo Tami! Me parece un insulto que como mujer rechaces eso».

Cicatrices: Huellas en las historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora